Tuesday, August 31, 2004

El túnel

Hay un túnel por el que siempre tengo que pasar cuando decido ir andando al barrio de Gracia. Sinceramente da la impresión de haberse detenido en el tiempo, pues sus muros de azulejos en colores pastel se han ido desgastando a tal grado, que lo que allí queda no es sino el recuerdo de lo que alguna vez fue un amarillo, un rojo o un azul. Por las tardes es un túnel triste que parece llamar a gritos a un gobierno, un amor o una esperanza que nunca llegó, o por lo menos no para los pocos viejos que por allí rondan en actitud de ventilar el alma, con las manos recogidas siempre a las espaldas y con los ojos fijos en sus calculados pasos. Por las noches, sin embargo, el túnel es invadido por una atmósfera oscura, casi terrorífica. Somos varios ya los que cada vez que nos vemos en la incómoda necesidad de cruzarlo, no podemos sacar de la memoria cierta escena de la película Irreversible, sólo que en vez de toparnos en el camino a una Monica Bellucci a quien podremos salvar de un indescriptible ultraje, ganándonos con ello su admiración y su boca devoradora de labios, a lo más hallaremos a un indigente embalsamado en cajas de cartón que ha encontrado en los mosquitos veraniegos a sus peores enemigos. Si bien, hay una cosa que, ya sea en las mañanas insípidas, en las tardes nostálgicas o en las noches malignas, irremediablemente atrapa mi mirada cuando camino por allí. Es una pinta, tan hermosa como sencilla y tan desgastada como los materiales que forran las paredes. Dice: Los Sueños Nunca Sobran.
… y la verdad es que no.

Monday, August 30, 2004

5 preguntas 5

Hoy:
1.- ¿Hay algunos tipos de silencio que realmente pueden afectarlo a uno físicamente, que duelen como una inyección mal puesta o un hueso dislocado… que matan?
2.- ¿Cuántos habrán reparado en el inesperado deceso de una magnífica onehitwondera como lo fue Laura Branigan? ¿Seré el único que siempre le encontró un espeluznante parecido con Viridiana Alatriste? ¿Quién, además de este individuo que desde pequeño aprendió a desayunar con su morbo sin abrir la boca, recuerda que la carne de la desdichada Alatriste quedó fundida a los hierros de un Atlantic en una noche sin nombre?
3.- ¿Por qué es imposible que los finales de los días huecos queden retratados en cámara lenta, como los finales de las películas de Wes Anderson?
4.- ¿Por qué llorar de todo?
5.- ¿Por qué reír de todo?

Sunday, August 29, 2004

La sabiduría de la lluvia

Hoy, por fin y después de mucho tiempo, cayó la primera lluvia digna de considerarse sobre Barcelona, anunciando el final de un verano que en realidad duró poco, hecho que seguro ha causado sonados lamentos entre las últimas hordas de guiris que aterrizaron como bomba H sobre Cataluña en busca de sol y cuyo codiciado TAN, para su desgracia, ya no pudo pasar del rojo encendido al miel con leche. A mí las mordidas de la tempestad me tomaron desprevenido, caminando como uno de estos peculiares turistas sobre Paseo de Gracia. Curiosamente, fue justo cuando busqué refugio en el esqueleto de un local cerrado, que recordé lo que me dijo alguna vez J. (a.k.a. como M.): “No lo olvides, en la lluvia nada es lo que parece”, y es que hace un par de años me contó que una noche, en una de sus tantas andanzas solitarias por San Cristóbal de las Casas, cuando todavía el pelo largo, las gafas redondas y la nariz desviada lo hacían un clon perfecto de Gedy Lee, encontró algo que en ese momento, a causa del aguacero y la oscuridad, definió como un pajarito herido sobre la acera. No sabe si fue por culpa del gran corazón que tiene, de los tequilas de más que llevaba encima o debido la combinación de ambas cosas, pero el caso es que se compadeció del pobre animal, lo alzó con cuidado y trató de brindarle un poco de calor. No pasó mucho tiempo para que el inesperado huésped se sintiera protegido y decidiera escalar al sitio que su instinto le dictó como el más adecuado: su hombro. Y fue así como J., orgulloso de su nueva mascota, decidió continuar su marcha por las mágicas calles del pueblo. La gente lo observaba, más que con simple curiosidad, con un asombro exagerado, como si estuviesen viendo al último sacerdote de la estirpe chamula o, más allá de eso, como si se encontraran frente a la muerte. Y eso sí, a nadie le gusta que la mismísima “pelona” ronde cerca, por lo que todos aquellos que se atravesaban por su camino preferían hacerse a un lado con muecas de espanto y los ojos brillosos y muy abiertos. Incluso alguno se habrá santiguado. J., ignorado en porqué de tanto alboroto, hizo caso omiso a esas miradas que empezaban a ser incómodas y optó por encaminarse directamente a su cuarto de hotel, sin siquiera pararse en un bar, como es su costumbre, a tomarse “la del estribo”. Llegando allí, tomó a su nuevo amigo con cuidado y lo puso sobre una de las dos camas que lo esperaban, sonriendo porque por lo menos había desquitado el precio de la habitación. Después de tapar cuidadosamente al animal, que no había emitido un solo sonido en toda la noche, apagó la luz y se dispuso a dormir. Apenas estaba amaneciendo cuando un ruido que me describió como “espantoso, tan fuerte como el silbato de un tren”, lo arrancó violentamente de sus sueños. Sin siquiera haber despertado del todo, lo primero que hizo fue pegar tres saltos hacia la puerta para correr las cortinas del cuarto. Si de algo sirvió el susto, fue para dar claridad a los acontecimientos del día anterior con la velocidad de la luz. “El pájaro”, pensó, “es el pájaro”, y después se asomó por debajo de la cama de donde provenía ese ruido infernal. Fue entonces cuando el calambre lumbar número uno, que tanto se parece a un hilo de hielo, bajó lentamente por su espalda, ya que para su gran sorpresa el “pajarito”, que ahora se encontraba seco, tenía por lo menos el doble de tamaño de la noche anterior, lo que lo convertía en un ave de considerable dimensión, mismo que descortésmente daba señas inequívocas de haber olvidado en unas pocas horas la ayuda antes brindada, pues aleteaba sin parar y daba agresivos saltos de un rincón a otro, poniéndose en guardia si a J. se le ocurría pisar cerca. Y fue entonces que el calambre lumbar número dos, similar a la tortícolis, lo atacó cuando la memoria infantil le permitió asociar aquellos sonidos tan desagradables con lo que realmente eran: graznidos, los graznidos de un cuervo. No pasaron ni dos segundos más para que J., todavía luchando por colocar los pantalones correctamente en su sitio, huyera de allí como alma que lleva el diablo. Me aseguró que después de lo sucedido sólo regresó a San Cristóbal una vez en varios meses: “Es que de repente cuando iba me sentía un poco extraño, sobre todo en tiempos de aguas, pues en San Cristóbal cuando comienza la lluvia nomás no para”, me confesó con cierta tristeza, “y eso siempre, por más que hacía el intento de evitarlo, me hacía sentir como si fuese el personaje de un cuento y lo que es peor, de un cuento de Quiroga..."

Saturday, August 28, 2004

La frase de Q

Q es un amigo imaginario. Lo saco del baúl a veces, sobre todo cuando la soledad me muerde los pies. Hace mucho tiempo que lo tenía olvidado, tal vez por eso salió quejándose mientras manoteando se arrancaba las telarañas del cuerpo. Luego de pedirle disculpas de mil y una maneras, y una vez que después de gritonearnos, él por considerar que tanto polvo sobre su cuerpo era injustificable y yo por recordarle que nuestro trato siempre había sido que su existencia dependería de aquellos ratos en los que la tristeza le ganara al ocio, encendimos un tabaco y nos sentamos en el mismo sillón. Él, como tenía acostumbrado, ocupó el lado izquierdo. Y bueno, como la causa de dicho reencuentro para mí en realidad solamente consistía en tener un poco de compañía, preferí hacer mutis y dejar que Q arrojara la primera piedra:
- ¿Sabes con qué frase me dormí la última vez que me dejaste?- me dijo sin dejar de mirarme con esos ojos negros que tiene, tan parecidos a los de Pacino.
- La verdad no tengo ni idea- le contesté.
- ¿Ah no? Pues dice lo siguiente: “Hoy te busqué, en la rima que duerme, con todas las palabras”… ¿Sabes de quién es?
- Claro que lo sé- le contesté con una especie de aullido- pero ya sé a dónde vas y no me gusta-.
Y así, sin decir ni “agua va”, tomé a Q de los hombros y, pese a sus protestas, volví a guardarlo en el baúl. Me encantaría no volverlo a dejarlo salir otra vez, por lo menos no por varios meses más. Se lo merece. Odio cuando se pone en ese plan, como si supiera exactamente qué botones apretar, qué palabras decir para sumirme en la desesperación, siendo que su supuesto papel es el de aliviarme de las miserias. Me cuesta aceptarlo pero es verdad que estamos en tiempos muy extraños, incomprensibles, en los que ya ni siquiera los amigos imaginarios hacen bien su trabajo…

Friday, August 27, 2004

Gustos

Me gusta que alguien haya escrito alguna vez en un cristal: This is not here. Me gusta que el culpable haya sido Lennon. Me gusta que retomando esas palabras Thom Yorke, años después, haya inmortalizado la misma idea con un I’m Not Here, This is Not Happening, ayudado por un bajo punteado que salta como un jardín de niños sobre cama elástica. Me gusta estar como ausente, no por callar, como diría el poeta, sino simplemente por dedicar segundos rotos en mirar la forma en que el metro que viene en dirección contraria pasa a toda velocidad, dejándome rostros indefinibles en la memoria. Me gusta que las ampollas de mis dedos me recuerden que me he vaciado todito en una canción, y saber que con ello he condenado a más de un pobre infeliz a llevar un ohrwurm indestructible en la cabeza… me gusta dormir con un rostro atado a los párpados y un nombre en la boca. Pero, por sobre todas las cosas, me gusta saber que a la fecha nadie ha encontrado una cura para la nostalgia...

Thursday, August 26, 2004

Un jueves sin Yo

Hoy no he salido de casa en todo el día. El trabajo final del posgrado (¡por Dios! ¿cuándo dejaré los endemoniados estudios en paz?) me tiene atado a teclas grises y pantallas que se han quedado impresas en mis ojos en forma de un derrame que asusta y que me recuerda al Drácula de Christopher Lee. Hoy no soy yo u hoy quisiera ser otro, o por lo menos otra cosa, tal vez una canción, el viento o una tarde triste. Aunque preferiría que no se me apareciera el genio de los tres deseos, porque en ese caso y si me tocara uno de intenciones malignas que quisiera traducirme en un lienzo, sin dudas me transformaría en El Grito de Munch y yo, la verdad, tampoco estoy hecho para gritar por siempre… o por lo menos no así.
… ¿en dónde dejé la cabeza?

Wednesday, August 25, 2004

I read the news today...

Antier toqué por primera vez A Day in the Life en el metro. Sí, lo sé, a mi pobre interpretación en guitarra acústica le faltan -además del estándar de bajo, guitarra de acompañamiento y batería- algo así como cuatro pianos y una orquesta completa. Pero no importa, es una de las canciones que más gozo tocando… recuerdo perfectamente la primera vez que la escuché. Tendría algo así como doce años y el buen G.B. se compró, todavía en acetato, el soundtrack de Imagine. Como era mi vecino, no era difícil que cualquier pretexto se tradujera en una reunión en la que sólo la música la hacía de aperitivo y plato principal. Nos juntamos, pues, en “la casita”, que era algo así como un hogar para muñecas instalado en el patio de mi casa de los Álamos, misma que alguna vez había servido de kindergarten de cuestionable reputación académica (al que obviamente asistí), y nos dispusimos a escuchar el disco completo. No sé por qué pero justo al momento en que el acorde en sol en la guitarra de Lennon empezó a sonar me dio por cerrar los ojos. Sobra decir que no pude abrirlos nuevamente sino hasta que al final del segundo Crescendo, cuando cada uno de los cuatro pianos Stainway es aporrado con furia por cada Beatle. Después de la experiencia no he vuelto a ser el mismo y hay ocasiones en que con solo oír la frase aquella de “I love to turn you on” todavía se me pone la piel de gallina. De hecho aun ahora me sigo preguntando si esta experiencia fue la que me arrancó a notas aquella otra ingenuidad, la construida por las canciones fáciles, melódicas y pegajosas. Y hablo de ingenuidades e inocencias porque A Day in the Life, al tenerlo todo, también es un tema que guarda una melancolía sublime, exasperante. Tal vez sea por eso que le sigo teniendo un cierto respeto y que hay días en los que de plano- como hoy, por ejemplo- no puedo permitir que se resbale por mis oídos, pues me provoca sensaciones encontradas, algo así como la mezcla de angustia y fascinación que tiene un niño cuando encuentra las revistas pornográficas de su papá… y en este miércoles gris y húmedo, sinceramente, como que no ando para esos trotes…

I read the news today...

Antier toqué por primera vez A Day in the Life en el metro. Sí, lo sé, a mi pobre interpretación en guitarra acústica le faltan -además del estándar de bajo, guitarra de acompañamiento y batería- algo así como cuatro pianos y una orquesta completa. Pero no importa, es una de las canciones que más gozo tocando… recuerdo perfectamente la primera vez que la escuché. Tendría algo así como doce años y el buen G.B. se compró, todavía en acetato, el soundtrack de Imagine. Como era mi vecino, no era difícil que cualquier pretexto se tradujera en una reunión en la que sólo la música la hacía de aperitivo y plato principal. Nos juntamos, pues, en “la casita”, que era algo así como un hogar para muñecas instalado en el patio de mi casa de los Álamos, misma que alguna vez había servido de kindergarten de cuestionable reputación académica (al que obviamente asistí), y nos dispusimos a escuchar el disco completo. No sé por qué pero justo al momento en que el acorde en sol en la guitarra de Lennon empezó a sonar me dio por cerrar los ojos. Sobra decir que no pude abrirlos nuevamente sino hasta que al final del segundo Crescendo, cuando cada uno de los cuatro pianos Stainway es aporrado con furia por cada Beatle. Después de la experiencia no he vuelto a ser el mismo y hay ocasiones en que con solo oír la frase aquella de “I love to turn you on” todavía se me pone la piel de gallina. De hecho aun ahora me sigo preguntando si esta experiencia fue la que me arrancó a notas aquella otra ingenuidad, la construida por las canciones fáciles, melódicas y pegajosas. Y hablo de ingenuidades e inocencias porque A Day in the Life, al tenerlo todo, también es un tema que guarda una melancolía sublime, exasperante. Tal vez sea por eso que le sigo teniendo un cierto respeto y que hay días en los que de plano- como hoy, por ejemplo- no puedo permitir que se resbale por mis oídos, pues me provoca sensaciones encontradas, algo así como la mezcla de angustia y fascinación que tiene un niño cuando encuentra las revistas pornográficas de su papá… y en este martes gris y húmedo, sinceramente, como que no ando para esos trotes…

Monday, August 23, 2004

Pedrito

Extraño. Hace poco menos de una semana y como para que mi lista de sucesos curiosos en Barcelona continúe en aumento, mis dos amigos catalanes pronunciaron un nombre que me arrancó de mis pensamientos, mismos que en ese preciso instante trataban de reconstruir el asalto que mis compañeros del grupo y yo sufrimos siendo adolescentes en manos de un tal Blacky, quien además de mil pesos de ese entonces también se llevó lo poco que aún nos quedaba de ingenuidad (y de dignidad también). Y es que solamente un apelativo como Pedro Infante y la manera en que su invocación suena en el aire podría transmutar el relato de una pesadilla urbana cualquiera por un cúmulo de recuerdos amables. ¿La razón? Justo antes de que considerara que las tardeadas en el News serían lo único que me abriría las puertas a un mundo nuevo y claro, muchísimo tiempo antes de que terminara transformándome en un vampiro nocturno que creía que lo mejor era vaciarse cada fin de semana para volver a completarse al siguiente, la paz sabatina existía, era real y, de hecho, muy simple: consistía en cenar en la cama mirando ese universo en blanco y negro que el Ídolo de Guamúchil dibujada con cada diálogo, con cada canción, con la construcción de cada personaje. Y es por eso, quizá por esa tranquilidad absoluta que alguna vez me brindó y que con el paso de los años pocas veces he podido volver a sentir, que me da por escarbar con uñas largas la memoria y desenterrarlo con todo y sombrero, ridiculeces y estereotipos. Finalmente se lo merece… por lo menos mucho más que aquel Blacky, a quien le deseo peor suerte que la de Pepe “El Toro”.

Sunday, August 22, 2004

Reunión de insufribles

En una casa situada en el Borne:
N: Mira, éste es A., el anfitrión. Ja ja.
Yo: Hola. Me dice N. que eres músico. Me gusta tu colección de guitarras, ¿tienes alguna favorita?
Anfitrión: Pues… déjame pensar. Sí, ésta (señalando una Fender Telecaster de entre seis que adornaban un muro blanco).
Yo: Ya. Veo que tienes bien montado un estudio de grabación. ¿Tienes un grupo o algo?
Anfitrión: Sí tío, toco con una chica. Bueno, yo toco y ella canta. Hacemos pop electrónico.
Yo: Ya. ¿Del electrónico que se hace ahora?
Anfitrión: No, más bien pop electrónico retro, como de los ochenta…
N: …
Yo: ¿Pero qué? ¿Onda pop electrónico ochentero medio oscuro, tipo el Depeche Mode de antes? ¿O incluso todavía más darketo o industrialón? ¿Tal vez tipo Skinny Puppy?
Anfitrión: No, nada de eso. Más bien pop electrónico ochentero, como dices, pero tirando hacia algo más luminoso, menos radical, quizá un poco más cercano a Alaska, con algunos toques de Pet Shop Boys.
N:…
Yo: Ya. Medio Fangoria entonces.
Anfitrión: Algo así. Pero también le agregamos toques de glam, nos mola mucho Suzi Quatro, por ejemplo.
N: Yo mejor me voy de aquí.
Yo (para mis adentros): Je. Tal vez esta vez hemos ido demasiado lejos….
Anfitrión (cantando el tema de fondo): Like a virgin

Saturday, August 21, 2004

La otra Barcelona

No hay lugar seguro. Hoy, teniendo como testigos a dos inofensivos cafés con leche, K.2 me hizo saber que en todo sitio se “cuecen habas”. Hace un par de días a un conocido suyo, un guiri belga, lo asaltaron cerca de la Barceloneta con tal violencia que le dejaron la mandíbula como palanqueta pisoteada. Por si fuera poco, entre los internados en el Hospital Clinic por los mismos motivos, se encontraba también un adolescente norteamericano en estado de coma. Y digo encontraba porque sus padres vinieron de Iowa (por decir algo), para llevárselo de vuelta a la cueva de Bush. Ante ello, no me ha quedado otra que desempolvar mi manual de “Supervivencia en la Ciudad de México”. Por lo pronto, no veo necesidad de irme hasta la sección de “Adrenalina Pura (Sólo para profesionales)”, en la que se incluyen los capítulos: “Cómo cruzar Tepito sin morir en el intento”, “Las noches en Atizapunk de Zaramota: Una experiencia inolvidable” y el temido “Tour de la Muerte: Recorra La Rojo Gómez, La Jardín Balbuena y el corazón de Ciudad Nezahualcóyotl en uno sólo día (Sólo Visitas Guiadas)”. No, por lo pronto creo que sólo me bastará con echarle un ojo a los dos primeros incisos, titulados: “Aprenda a escuchar las pisadas” y “El grito: su mejor aliado”. Si bien, creo que de verdad es una pena el tener que meter las narices nuevamente en el mentado librito. Hace tan sólo un par de días hasta había pensado en organizar una quema de dichos manuales con los otros mexicanos que viven acá (todos traen el suyo, por lo menos los chilangos, supongo que están acostumbrados a él tanto como al picante), pero ante tan lamentables acontecimientos no me queda mas que postergar la fogatada para darle nueva entrada a ese mexicanísimo sentimiento de inseguridad… en fin, en una de esas hasta me pongo de acuerdo con ellos para ofrecer algunas lecturas públicas a nuestros nuevos vecinos de barrio y, con el tiempo, quizá hasta estén dispuestos a recibir algún cursillo de "No pierda de vista su sombra". Ya veremos.

Friday, August 20, 2004

Desde el atrapasueños (Born to be freak)

Antes de irse, entre otras cosas, visibles e invisibles, E. me regaló un Atrapasueños. Lo primero que hice fue colgarlo justo en el lado derecho de mi cama. Es pequeñito pero le da a mi habitación un toque que me gusta, y además tres bellas plumas (mi número) penden impúdicas desde una red negra, lo que le da un toque macabro al conjunto que me agrada de sobremanera. No es mi intención dotar a un objeto de poderes mágicos. Me considero más bien una persona bastante racional, incluso escéptica para estos menesteres, pero lo cierto es que la primera noche, más que un manojo de pesadillas ancladas en el elemento subjetivo de lo onírico otra vez regresó esa sensación inexplicable que los esotéricos señalan como “viaje astral”. Hace por lo menos un par de años que no me veía sumido en ese poco convencional “acto” del desdoblamiento. Alguna vez, cuando era cosa de todos los días y me provocaba angustia, busqué explicaciones por todos lados. Un amigo psicólogo me dijo que probablemente tenía que ver con una reacción químico-extraña de mi ya por sí inestable cerebro, los “castanedistas” que me he topado no dejan de señalarme como un ser virtuoso, dotado de un don, y una especie de brujo (con barba blanca y todo) anclado por azares del destino en la Colonia Roma me aseguró que era un signo inequívoco de que me encuentro en la última de mis vidas (la 253, para ser exactos) y que es bueno, puesto que cuando llegue la hora de colgar los tenis me integraré directamente al cosmos, a la energía, a Eso. Fue la última vez que pregunté acerca de este peculiar “ejercicio”, pues ninguna de las respuestas me ha dejado lo suficientemente tranquilo. Lo único que me consta es que una sensación bastante desagradable eso de encontrar a un extraño dormido en tu cama, sobre todo cuando ese extraño eres tú mismo. Puede resultar increíble, pero de lo que sí me he dado cuenta es que sólo me he podido entender del todo con el par de personas con las que me he cruzado en la vida que también están dotados de esta nada simpática peculiaridad y, ¡madre mía! La primera vez que charlé con uno de ellos me sentí como el protagonista de una conversación entre San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila… The Horror! Y es que de verdad no lo entiendo, ¿por qué mi gracia no consistió en algo poco menos bizarro, como doblar mi pulgar hasta la muñeca o voltearme los párpados?... espero que vía el Atrapasueños halle en breves una respuesta… crucemos los deditos.

Sunday, August 15, 2004

Never in sunday

Cinco formas para evadir la realidad en un domingo endemoniadamente caluroso:
1) Lee todos y cada uno de los apartados que el periódico dedica a las Olimpiadas. En realidad ni los deportes ni sus incontables representantes te han llamado alguna vez la atención, pero el forzado interés por el desempeño de Micronesia en balón mano tiene magníficos resultados para ahuyentar una tristeza anunciada.
2) Si continúan el mal sabor de boca y una angustia parecida a tener a un castor en medio de la tráquea, probablemente el echarle una ojeada a un suplemento del mismo periódico, en donde se revela que Tom Cruise mide apenas 1.70 de estatura y que el escritor Georges Simenon se ufanaba de haberse acostado con 10,000 mujeres (dejando muy, pero muy atrás el récord del gran Gene Simmons de Kiss), pueda convertirse en un remedio eficaz, al punto de que el castor mencionado bien podría ser reducido al tamaño de un ratoncito de laboratorio.
3) No seas tonto y deja el libro de Coetzee sobre el buró, y que ni siquiera se te ocurra mirarlo, no vaya a ser que las ganas de terminar el capítulo que dejaste inconcluso te ganen. Evita también a Radiohead, Johnny Cash, el último de Beck y los pianos melodramáticos de Keane. Opta mejor por ir a la cocina y derramar una que otra lágrima sobre la nevera y los platos sucios. A nadie de los que viven contigo se le ocurrirá pensar que estás llorando allí, lo que hace del palacete de azulejos y lavabos el mejor sitio para descargarse.
4) Si alguien con ciertos poderes de observación te pregunta por tu estado sombrío, dile que dormiste pésimo o que la acidez por la cena del día anterior ha dejado a tu estómago en peor estado que el de Keith Richards (actualmente). Si te ofrece algún medicamento acéptalo con una sonrisa y escóndelo bajo la lengua. Después puedes escupirlo junto con un pedazo de esperanza en el escusado.
5) Y si nada de esto sirve, opta por burlarte de ti mismo como si fuese el único día en que podrás hacerlo: de tu barriga, tus tartamudeos y tu suerte, de tus pies chuecos y tu angustia atorada. Ese remedio, dicen, es infalible, aunque por los domingos su efecto suele ser menor.

Thursday, August 12, 2004

Dos catalanes

Creo que no les agrada demasiado la idea de que hable de ellos aquí, pero la verdad es que se lo tienen bien merecido. Y es que ambos guardan una buena historia bajo el brazo, relatos que uno preferiría beber de un sorbo y no a cuentagotas. Cuando hablan de Gracia, su barrio, se les iluminan los ojos de una manera especial, como si con tan solo mencionar ese nombre se invocara un millar de revoluciones, las perdidas y las ganadas, las peleadas con armas invisibles en batallas ciegas, y las condenadas a llevarse por dentro también. Y después, cuando las miradas dejan de disparar y la charla retorna a la tranquilidad, la emoción, apenas apaciguada, vuelve a la carga con cualquier pretexto, ya sean los monumentos silenciosos de Roma, un manojo de recuerdos de la Cuba rota o las delicias escondidas dentro de un tarro de mantequilla francesa. La leyenda cuenta que seis alemanes los adoptaron, o quizá fue al revés, da igual, lo cierto es que dicha unión posee más cohesión que un matrimonio arreglado entre reinos medievales. Y es que sí, C., en efecto, “la vida está llena de desencuentros”, pero también de encuentros… y yo ya los encontré.

Wednesday, August 11, 2004

Miradas

Es tan raro que en Barcelona alguien te mire. El contacto visual es menos común que la presencia de turismo islandés y eso, al final, termina calando, porque sí, generalmente al final, los pequeños detalles son los que al final hacen que a uno le de por extrañar. Creo que es precisamente esta lectura, pintada hacia al final de Martín H, lo que hace que esta película sea algo más que un melodramón insulso, allí en las últimas líneas, cuando Luppi le dice a Poncela: “¿Sabes qué extraño de Buenos Aires? Que la gente va silbando por las calles… en Madrid nadie silba”. Algo parecido me sucede con aquello de las miradas. Ellos definitivamente las evaden, las esquivan como si fueran pelotazos de béisbol, y ellas, bueno ellas a lo mucho te brindan esa “mirada de vaca”, como diría R., que consiste en ese mínimo vistazo de lado que apenas dura un microsegundo después de pasar por el llamado “punto ciego”. Es por ello que los bares se transforman en ascensores enormes en donde todos parecen buscar números imaginarios en las paredes… cualquier pretexto es bueno para no observar al otro y los vasos lisos se convierten en objetos preciosos y las tapas de jamón en hipnóticas bolas de cristal. Y a mí por lo pronto no me queda otra que volver al metro con mis coplas tristes. No puedo mirar a todos pero lo haré con la mayoría, deseando, con suerte, ser considerado por lo menos un ornamento curioso…

Monday, August 09, 2004

Hurt

“…and you could have it all, my empire of dirt”. Trent Reznor
Hoy no iba a escribir. Al final, ¿para qué hacerlo? ¿Para que veas mi alma desnuda? ¿Para auto compadecerme frente a tus ojos? ¿Para mostrarte que en Barcelona soy el mismo pez frío que en México, que me duelen las mismas cosas y que las vaciedades, simplemente, no se van, que nunca se han ido? ¿Para contarte que puedo escuchar la misma maldita canción quince veces y que eso no cambia nada? ¿Sabes cuál es el sentido de acomodar estas letritas insípidas? ¿Lo conoces? Y si esto es demasiado agresivo para ti, o demasiado directo, ¿para qué sigues leyendo? ¿Para qué quieres conocer mi mentecita de arroz y mi corazoncito de pollo tierno, y mis traiciones y mis hallazgos falsos y ese mar de obsesiones que tengo anclado a los tobillos? Sabes que al final, y si es que nos sirve de cierto consuelo, no quiero una respuesta. Sólo que sigas aquí.
“…I would sep myself, I would find a way"

Friday, August 06, 2004

Diálogo de viernes seco

En algún pasillo del metro Urquinaona:
Yo: ¿Estabas tocando Black Bird de los Beatles, ¿no? ¿Y por qué no la cantas?
Músico desconocido con acento aún más desconocido: No me sé la letra, pero mira, sí que canto (toma la guitarra y comienza a tocar un inconfundible riff): Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigas...
Yo: Ya. ¿Pero mal el mes de agosto, no? Estos catalanes son de lo peor, su tacañería es de verdad insuperable...
Músico desconocido: Mjjmmjj...
Yo: Pues ya nos veremos en otra ocasión. Por cierto, ¿de dónde eres?
Músico desconocido serio y abriendo mucho los ojos: Catalán.
Yo con sonrisa idiota: Je...


Thursday, August 05, 2004

Él no es pesado...

Él conoce la historia muy bien. Se la escribí hace poco más de un lustro en una carta que leyó a bordo de un avión que lo encaminaba a una Canadá dura y llena de espejos en los que no pudo dejar de mirarse, la misma que después de masticarlo por todos lados terminó escupiéndolo de vuelta. Pero cuando regresó ya no estaba solo, demostrando con ello que al destino a veces le da por compensar. Pero regresemos de nuevo a la imagen de ese avión y de esa carta leída por unos ojos oscuros que siempre han brillado de una forma peculiar. Allí le confesé por primera vez esa extraña manía que tengo por identificar a una persona con una canción en especial, por transformarlos en una sola cosa indivisible y perenne. La suya es “He Ain’t Heavy, He’s my brother” de los Hollies y mucho se debe a mi amigo C., quien por aquellos años (no entremos en detalles cronológicos) me prestó, todavía en formato de vinyl, un disco de éxitos de los oriundos de Manchester a quienes tanto le deben Oasis y Blur, entre muchos otros britpoperos. La cuestión es que por esos tiempos Él todavía andaba en la temida “edad de la punzada”, época en la que nos da por sentirnos los dicaprianos reyes del mundo y ninguno de mis compañeros de entonces toleraba sus desplantes, en especial el mencionado C., quien cada vez que iba a comer a mi casa concluía el plato de sopa gorroneado con la misma cantaleta: “G. es una patada en los h…, no sé cómo lo soportas”. Y yo, tal vez en voz alta, tal vez no, simplemente le decía: “Él no es pesado, es mi hermano”, sin saber en ese momento que tras tanta justificación la melodía de los Hollies siempre me conectaría a Él, a su cabello rebelde, a sus cejas de diablo, a la costumbre que posee de sustituir las palabras con gruñidos (por lo menos para conmigo) y también a un pasado cuyos brochazos han quedado plasmados en los muros de un cuarto compartido, en donde las interminables pláticas nocturnas poco a poco fueron sustituidas por una lucha sin cuartel entre los Beatles (míos) y Pink Floyd (suyos). Antes de venir a Barcelona y después de pensarlo detenidamente, decidí dejar el disco de Greatest Hits de los Hollies (ya en CD) en México, por aquello de evitar los buscapiés de la nostalgia. Quién iba a pensar que la pésima radio catalana me tenía guardada la sorpresa de restregarme en los huesos la mencionada canción en la mañana del día de ayer. Esta vez aguanté y no lloré, de hecho preferí mirarme en el espejo para dedicarme, mejor dicho, para dedicar-nos, la mejor de mis sonrisas…

Él no es pesado...

Él conoce la historia muy bien. Se la escribí hace poco más de un lustro en una carta que leyó a bordo de un avión que lo encaminaba a una Canadá dura y llena de espejos en los que no pudo dejar de mirarse, la misma que después de masticarlo por todos lados terminó escupiéndolo de vuelta. Pero cuando regresó ya no estaba solo, demostrando con ello que al destino a veces le da por compensar. Pero regresemos de nuevo a la imagen de ese avión y de esa carta leída por unos ojos oscuros que siempre han brillado de una forma peculiar. Allí le confesé por primera vez esa extraña manía que tengo por identificar a una persona con una canción en especial, por transformarlos en una sola cosa indivisible y perenne. La suya es “He Ain’t Heavy, He’s my brother” de los Hollies y mucho se debe a mi amigo C., quien por aquellos años (no entremos en detalles cronológicos) me prestó, todavía en formato de vinyl, un disco de éxitos de los oriundos de Manchester a quienes tanto le deben Oasis y Blur, entre muchos otros britpoperos. La cuestión es que por esos tiempos Él todavía andaba en la temida “edad de la punzada”, época en la que nos da por sentirnos los dicaprianos reyes del mundo y ninguno de mis compañeros de entonces toleraba sus desplantes, en especial el mencionado C., quien cada vez que iba a comer a mi casa concluía el plato de sopa gorroneado con la misma cantaleta: “G. es una patada en los h…, no sé cómo lo soportas”. Y yo, tal vez en voz alta, tal vez no, simplemente le decía: “Él no es pesado, es mi hermano”, sin saber en ese momento que tras tanta justificación la melodía de los Hollies siempre me conectaría a Él, a su cabello rebelde, a sus cejas de diablo, a la costumbre que posee de sustituir las palabras con gruñidos (por lo menos para conmigo) y también a un pasado cuyos brochazos han quedado plasmados en los muros de un cuarto compartido, en donde las interminables pláticas nocturnas poco a poco fueron sustituidas por una lucha sin cuartel entre los Beatles (míos) y Pink Floyd (suyos). Antes de venir a Barcelona y después de pensarlo detenidamente, decidí dejar el disco de Greatest Hits de los Hollies (ya en CD) en México, por aquello de evitar los buscapiés de la nostalgia. Quién iba a pensar que la pésima radio catalana me tenía guardada la sorpresa de restregarme en los huesos la mencionada canción en la mañana del día de ayer. Esta vez aguanté y no lloré, de hecho preferí mirarme en el espejo para dedicarme, mejor dicho, para dedicar-nos, la mejor de mis sonrisas…

Él no es pesado...

Él conoce la historia muy bien. Se la escribí hace poco más de un lustro en una carta que leyó a bordo de un avión que lo encaminaba a una Canadá dura y llena de espejos en los que no pudo dejar de mirarse, la misma que después de masticarlo por todos lados terminó escupiéndolo de vuelta. Pero cuando regresó ya no estaba solo, demostrando con ello que al destino a veces le da por compensar. Pero regresemos de nuevo a la imagen de ese avión y de esa carta leída por unos ojos oscuros que siempre han brillado de una forma peculiar. Allí le confesé por primera vez esa extraña manía que tengo por identificar a una persona con una canción en especial, por transformarlos en una sola cosa indivisible y perenne. La suya es “He Ain’t Heavy, He’s my brother” de los Hollies y mucho se debe a mi amigo C., quien por aquellos años (no entremos en detalles cronológicos) me prestó, todavía en formato de vinyl, un disco de éxitos de los oriundos de Manchester a quienes tanto le deben Oasis y Blur, entre muchos otros britpoperos. La cuestión es que por esos tiempos Él todavía andaba en la temida “edad de la punzada”, época en la que nos da por sentirnos los dicaprianos reyes del mundo y ninguno de mis compañeros de entonces toleraba sus desplantes, en especial el mencionado C., quien cada vez que iba a comer a mi casa concluía el plato de sopa gorroneado con la misma cantaleta: “G. es una patada en los h…, no sé cómo lo soportas”. Y yo, tal vez en voz alta, tal vez no, simplemente le decía: “Él no es pesado, es mi hermano”, sin saber en ese momento que tras tanta justificación la melodía de los Hollies siempre me conectaría a Él, a su cabello rebelde, a sus cejas de diablo, a la costumbre que posee de sustituir las palabras con gruñidos (por lo menos para conmigo) y también a un pasado cuyos brochazos han quedado plasmados en los muros de un cuarto compartido, en donde las interminables pláticas nocturnas poco a poco fueron sustituidas por una lucha sin cuartel entre los Beatles (míos) y Pink Floyd (suyos). Antes de venir a Barcelona y después de pensarlo detenidamente, decidí dejar el disco de Greatest Hits de los Hollies (ya en CD) en México, por aquello de evitar los buscapiés de la nostalgia. Quién iba a pensar que la pésima radio catalana me tenía guardada la sorpresa de restregarme en los huesos la mencionada canción en la mañana del día de ayer. Esta vez aguanté y no lloré, de hecho preferí mirarme en el espejo para dedicarme, mejor dicho, para dedicar-nos, la mejor de mis sonrisas…

Él no es pesado...

Él conoce la historia muy bien. Se la escribí hace poco más de un lustro en una carta que leyó a bordo de un avión que lo encaminaba a una Canadá dura y llena de espejos en los que no pudo dejar de mirarse, la misma que después de masticarlo por todos lados terminó escupiéndolo de vuelta. Pero cuando regresó ya no estaba solo, demostrando con ello que al destino a veces le da por compensar. Pero regresemos de nuevo a la imagen de ese avión y de esa carta leída por unos ojos oscuros que siempre han brillado de una forma peculiar. Allí le confesé por primera vez esa extraña manía que tengo por identificar a una persona con una canción en especial, por transformarlos en una sola cosa indivisible y perenne. La suya es “He Ain’t Heavy, He’s my brother” de los Hollies y mucho se debe a mi amigo C., quien por aquellos años (no entremos en detalles cronológicos) me prestó, todavía en formato de vinyl, un disco de éxitos de los oriundos de Manchester a quienes tanto le deben Oasis y Blur, entre muchos otros britpoperos. La cuestión es que por esos tiempos Él todavía andaba en la temida “edad de la punzada”, época en la que nos da por sentirnos los dicaprianos reyes del mundo y ninguno de mis compañeros de entonces toleraba sus desplantes, en especial el mencionado C., quien cada vez que iba a comer a mi casa concluía el plato de sopa gorroneado con la misma cantaleta: “G. es una patada en los h…, no sé cómo lo soportas”. Y yo, tal vez en voz alta, tal vez no, simplemente le decía: “Él no es pesado, es mi hermano”, sin saber en ese momento que tras tanta justificación la melodía de los Hollies siempre me conectaría a Él, a su cabello rebelde, a sus cejas de diablo, a la costumbre que posee de sustituir las palabras con gruñidos (por lo menos para conmigo) y también a un pasado cuyos brochazos han quedado plasmados en los muros de un cuarto compartido, en donde las interminables pláticas nocturnas poco a poco fueron sustituidas por una lucha sin cuartel entre los Beatles (míos) y Pink Floyd (suyos). Antes de venir a Barcelona y después de pensarlo detenidamente, decidí dejar el disco de Greatest Hits de los Hollies (ya en CD) en México, por aquello de evitar los buscapiés de la nostalgia. Quién iba a pensar que la pésima radio catalana me tenía guardada la sorpresa de restregarme en los huesos la mencionada canción en la mañana del día de ayer. Esta vez aguanté y no lloré, de hecho preferí mirarme en el espejo para dedicarme, mejor dicho, para dedicar-nos, la mejor de mis sonrisas…

Él no es pesado...

Él conoce la historia muy bien. Se la escribí hace poco más de un lustro en una carta que leyó a bordo de un avión que lo encaminaba a una Canadá dura y llena de espejos en los que no pudo dejar de mirarse, la misma que después de masticarlo por todos lados terminó escupiéndolo de vuelta. Pero cuando regresó ya no estaba solo, demostrando con ello que al destino a veces le da por compensar. Pero regresemos de nuevo a la imagen de ese avión y de esa carta leída por unos ojos oscuros que siempre han brillado de una forma peculiar. Allí le confesé por primera vez esa extraña manía que tengo por identificar a una persona con una canción en especial, por transformarlos en una sola cosa indivisible y perenne. La suya es “He Ain’t Heavy, He’s my brother” de los Hollies y mucho se debe a mi amigo C., quien por aquellos años (no entremos en detalles cronológicos) me prestó, todavía en formato de vinyl, un disco de éxitos de los oriundos de Manchester a quienes tanto le deben Oasis y Blur, entre muchos otros britpoperos. La cuestión es que por esos tiempos Él todavía andaba en la temida “edad de la punzada”, época en la que nos da por sentirnos los dicaprianos reyes del mundo y ninguno de mis compañeros de entonces toleraba sus desplantes, en especial el mencionado C., quien cada vez que iba a comer a mi casa concluía el plato de sopa gorroneado con la misma cantaleta: “G. es una patada en los h..., no sé cómo lo soportas”. Y yo, tal vez en voz alta, tal vez no, simplemente le decía: “Él no es pesado, es mi hermano”, sin saber en ese momento que tras tanta justificación la melodía de los Hollies siempre me conectaría a Él, a su cabello rebelde, a sus cejas de diablo, a la costumbre que posee de sustituir las palabras con gruñidos (por lo menos para conmigo) y también a un pasado cuyos brochazos han quedado plasmados en los muros de un cuarto compartido, en donde las interminables pláticas nocturnas poco a poco fueron sustituidas por una lucha sin cuartel entre los Beatles (míos) y Pink Floyd (suyos). Antes de venir a Barcelona y después de pensarlo detenidamente, decidí dejar el disco de Greatest Hits de los Hollies (ya en CD) en México, por aquello de evitar los buscapiés de la nostalgia. Quién iba a pensar que la pésima radio catalana me tenía guardada la sorpresa de restregarme en los huesos la mencionada canción en la mañana del día de ayer. Esta vez aguanté y no lloré, de hecho preferí mirarme en el espejo para dedicarme, mejor dicho, para dedicar-nos, la mejor de mis sonrisas…

Tuesday, August 03, 2004

Cementerio de Animales

E. simplemente no puede ver películas de horror. Las detesta. Curiosamente es un tipo de cine que yo disfruto mucho, pese a estar saturado de “churros” que ni a mis peores enemigos recomendaría, pero por lo mismo creo que a una buena película de miedo se le debería de conceder un premio especial, una mención aparte en los Oscares, no sé, un galardón más sólido que el que ofrecen los círculos del cine fantástico de Sitges y Nueva Zelanda, pero si somos sinceros es un género al que siempre se le ha visto como “el patito feo” y que no pasará de considerarse un mal necesario o el oscuro pasado de directores como el gran Peter Jackson. Y es que todo esto viene al caso porque ayer, después de mirar fijamente los ojos azules y turbios de Tubs, el gato, me vino a la memoria Pet Cementary, ese filme basado en una historia del desigual Stephen King. Me hubiese gustado, quizá por esa herencia romántica que poseo y a la que finalmente me he acostumbrado, que cerca de mi casa existiese un lugar así de lúgubre, arrancado de alguna noveleta de fines del XIX, en donde pudiese darme algunos paseos nocturnos para visitar las tumbas de mis finados canes Dolly, Gitano, Voltron, de mi perico Kiko y también de cada uno de mis múltiples hamsters, pues a falta de la existencia un lugar propio casi todos ellos terminaron convirtiéndose en abono para nuestra casa en Los Álamos. En Elvis, el único perro que me queda y que ya anda rayando los 16 años no quiero ni pensar, a él siempre le he guardado un cariño especial, pues ha sido testigo de algunos de los momentos más intensos y extraños de mi vida. De hecho ni siquiera sé si continúa vivo y de no ser así estoy seguro de que mi hermano, quien terminó encargándose de esa bola de pelos que ya no oye y a la que solamente le queda un colmillo, se abstendría de decírmelo con tal de ahorrarme la pena, y sí, tal vez sea mejor así… ya son bastantes los fantasmas que se asoman por mi mundo.

Sunday, August 01, 2004

La Estatua

Hasta ahora no se qué es aquello que ha hecho de esta tarde un espacio congelado en el tiempo. Llevo tres horas leyendo la edición especial de Mojo, titulada The 150 Greatest Rock Lists Ever, y sinceramente allí se pueden encontrar datos que pueden ser desayunados con gusto por cualquier melómano. Sin embargo, hay una imagen que me asalta cuada cuatro páginas: es un rostro, o más bien una mirada, sí, la del rumano aquel que conocí ayer, quien pese a no estar anotado en la lista de músicos del metro, quería convencerme que le cediera mi espacio. “No”, le dije con el papel de registro en la mano y en inglés, pues era claro que el tipo de español sólo conocía una veintena de palabras, “lo siento pero es mi turno”. Y entonces fue cuando me arrojó ese vistazo por primera vez, no de enojo, sino más bien como si tuviese una pena muy honda, un dolor inextinguible. Estuve a punto de decirle “está bien, toca, al final todos estamos en esto”, pero antes de que abriera la boca ya se había levantado para brindarme su asiento improvisado y no conforme con eso, me puso su electroacústica de bellísimo color vino en las manos y allí, frente a mí y apoyado en la pared, se quedó mirando mi “show” por una hora entera en la que no se movió ni un milímetro, vaya, ni siquiera se dibujó algún gesto en su cara. El único momento en que la estatua dejó de serlo fue cuando prendió su cigarro de tabaco negro para divertirse arrojando bocanadas que los usuarios del metro esquivaban como a un viento de mal augurio. Desde la primera y hasta la última canción que toqué no dejé de tener una sensación rara, me sentía realmente incómodo, con una ardilla corriendo en mi estómago, al punto que decidí terminar antes de la hora convenida. Guardé la guitarra y me acerqué a él. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté. “John, Juan para los españoles”, me contestó sin devolverme la sonrisa… estoy seguro de que nunca lo volveré a ver y, por razones que no me son del todo claras, espero que así sea.