Hormigas
Miraba el techo de la casa de campaña y no podía dejar de pensar en las hormigas que lo tapizaban, por no decir lo invadían con la misma ira de un grupo de hunos con gastritis. Había de dos tipos distintos: la típica pequeñita negra que supongo habita todo rincón del mundo y otra más grande que nunca había visto y a la que bastaba acercarse un poco más para mirar con miedo el tamaño de sus mandíbulas. Cerré los ojos y de repente todo se perdió, incluyendo la risa de E. que siempre parece que todo rompe... de hecho todo lo rompe menos los recuerdos. Y entonces me encontraba de nuevo allí, a los tres años, sentado y seguramente comiendo tierra, como todos los niños lo hacen a esa edad. Mi madre, a lo lejos, no se daba cuenta de que mis gateos me habían situado sobre un hormiguero, y tal vez no lo hizo sino hasta que una mancha negra cubrió gran parte de mis pequeñísimas extremidades y el llanto sin pausas y ahogado se instaló en mis vocales... pensé, o más bien, me acordé de eso hasta que abrí de nuevo los ojos y allí estaba, cercado por nubes violetas, el hombre-hormiga, el hombre-araña, la pesadilla amable, el Señor Robert Smith. Y no, no fue en Plain Song, ni en In Between Days, y ni siquiera en ese castigador encore con tres de Seventeen Seconds al hilo, sino hasta la última, Faith, que me imaginé con angustia cuál sería mi reacción si una lluvia de hormigas cayera sobre nosotros: ese momento habría sido el ideal cinematográficamente hablando, Dalí lo habría amado y la lluvia, al final, habría continuado siendo arte, tal y como dicta el mito gallego. Pero no, nada de esto pasó y al final, cuando volví a la tienda lo único que me esperaba en ese hueco era una ansiedad sutil, casi agradable, tan parecida a esa sensación de tragarse una legión de hormigas sin masticar, para que sigan moviéndose en el estómago... y cuando desperté, la hormiga seguía allí, jugando con la sonrisa de E y con mis recuerdos atados a la nuca, como siempre...
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