Cuento para arrullar catalanes
Siempre es posible encontrar a alguien que tiene peores cosas guardadas que uno en el estómago de la noche, temores que anidan, como arañas, en el fondo de los cajones o en algún rincón escondido del ropero, imágenes encostradas que no salen de la cabeza ni con espátula, voces silenciosas que se escurren por entre las sábanas. En algunos sitios a esta suma de temores infantiles, si se les quiere ver así, se les llama el coco o el hombre del saco o el cheneque o el gitano o el yo-qué-sé. En Cataluña, de acuerdo a Eulalia Company, célebre entre un grupo de amigos que nos vemos cada lunes gracias a su desmedido gusto por la ginebra –siempre Beefeater y en esto es irreductible- para ella y muchos de su generación, el miedo tiene un solo nombre: L’home de les esferes. Según recuerda Eulalia, el invierno de 1975, empolvado por la muerte de Francisco Franco y la incertidumbre general con relación a la forma de gobierno a seguir, Barcelona fue asolada por la presencia de personaje de nota roja que, como tantos otros, con el paso del tiempo ha quedado sembrado en el olvido. No ha sido así para Eulalia y gran parte de esa generación que nació a principios de los ochenta, pues tan horrorosos acontecimientos funcionaron como un excelente pretexto para aquellas abuelas –porque en estos casos la protagonistas invariablemente son las abuelas –que querían encontrar algún remedio infalible para enviar a sus nietos –esas revoltosas alimañas –a la cama en una hora que considerasen prudente. Así pues, y de acuerdo a la versión utilizada por Doña Nuria Puig, abuela de Eulalia, el conocido posteriormente como El caçador d’ esferes fue un sanguinario asesino que puso de cabeza a toda la policía de Barcelona, incapaz de seguir sus escurridizos pasos. Sus víctimas eran niños de entre seis y diez años, por lo que se pensaba que rondaba cerca de los parques y las escuelas, y sus inhumanos métodos criminales provocaron que los padres de familia lanzaran el grito al cielo. Al igual que en el caso de Jack el Destripador, en un principio los inspectores dedujeron que se trataba de un médico o un carnicero, pues su uso del bisturí sobre el cuerpo de los desgraciados infantes era en verdad habilidoso. Así, luego de estrangular a los pequeños con unas manos que los expertos calcularon como medianas, delicadas, casi de mujer, el asesino arrancaba el globo ocular derecho de sus víctimas y luego, sin dejar ningún rastro de sangre ni de huellas dactilares en el escenario, colocaba una pequeña esfera, parecida a una canica de vidrio, en la cuenca que había quedado vacía y que había limpiado con especial esmero, costumbre que se convertiría en su sello particular. Aparte de eso, los cuerpos no presentaban ningún rastro de violencia. No eran violados ni maniatados, ni tampoco, cosa extraña, se encontró evidencia de que los menores lucharan por su vida. Era como si hubiesen sido convencidos de que morir era lo mejor. En un principio, los ciudadanos confiaron el asunto a las autoridades, pero cuando los diarios anunciaron que se había encontrado a la tercera víctima sobre Paseo Colón, la indignidad y la impotencia los movió a adherirse a la cacería del monstruo a través de grupos de vecinos que recorrían las calles barcelonesas y de pueblos aledaños, desde la tarde y hasta bien entrada la madrugada, pues el asesino, según los criminólogos consultados, debía asestar sus golpes hacia las cuatro y media o cinco, justo cuando la noche invernal se traga al sol, ya que a tal hora le sería sencillo atraer a su coche y sin levantar sospechas, a algún niño despistado que pasara por allí camino a su casa después de jugar o quizá volviendo del colegio. Se decía además que el sospechoso debía ser de entre treinta y treinta y cinco años, caucásico y de buena apariencia, de tal manera que le fuera fácil ganar la confianza de los pequeños, a quienes posiblemente les ofrecía dulces o juguetes. Igualmente, todos coincidían en que, luego de secuestrarlos y dormirlos con cloroformo dentro de su auto, el criminal introducía a los menores en algún apartamento cercano al centro de Barcelona, en donde esperaba a que pasaran los efectos del fármaco antes de convertirlos en objeto de sus terribles prácticas. Después, esperaba algunas horas para dejar los cuerpos en alguna de las vías o plazas más populares de la ciudad. Curiosamente, éstos no eran arrojados desde su vehículo, sino depositados delicadamente sobre el pavimento, perfectamente envueltos en una sábana blanca que expedía un olor dulzón, como de pachulí. Si bien y pese al esfuerzo conjunto, lo más cercano a un asesino que la gente encontró, fue un trío de borrachos que blasfemaban a pulmón abierto en un rincón de Plaza Real, cada uno sosteniendo una botella de pacharán y a quienes la policía tuvo que defender, vía uso de macana y disparos al aire, ante el riesgo inminente de que un grupo de vecinos los linchara, probablemente más debido al escándalo que no los dejaba dormir que a las ansias colectivas de venganza. Pero no fue sino hasta que apareció el quinto cuerpo, justo en el corazón de Plaza Cataluña, que entre los habitantes, sumidos ya en la desesperanza y sin poder comprender cómo es que aún no era posible que dieran con el asesino, y pero todavía, que ni siquiera nadie lo hubiese visto, empezó a correr el rumor de que, el ya para entonces bautizado por el populacho como El caçador d’esferes, se trataba en realidad de un fantasma. Los más escépticos lo negaron al acto y trataron de fijar sus sospechas en otro tipo de individuos. Quizá sea un turista sueco, decían unos, o uno de esos marroquíes, ahora vienen cada vez más, decían otros, pero el gobierno logró acallar estos murmullos antes de que terminaran en infortunados actos de violencia racial. Los más viejos, por su parte, estaban convencidos de que se trataba de terrorismo político, grupos de ultraderecha que pretendían golpear a la sociedad catalana en donde más le dolía, para garantizar así que la reinstauración de la democracia pasara a segundo término. En el general de la población, sin embargo, persistió la idea de que se trataba de un espíritu maligno que se había escurrido por los aires de la tramontana hasta llegar a Barcelona. Incluso por varios días pudo verse por las Ramblas a una gitana que gritaba que se trataba del ente del mismísimo “Caudillo”, muerto apenas unas semanas antes, y quien había pactado con el diablo para aniquilar, uno a uno, a los descendientes de los antiguos republicanos. Sorprendentemente, por semanas que se convirtieron en meses y luego en años, no volvió a hallarse ningún cuerpo, y los medios de comunicación poco a poco se fueron centrando en otro tipo de temas, entre ellos y quizá el que más obedecía al acontecer de los tiempos, el nacimiento de una nueva España. Los asesinos de niños, sin embargo, no son un tipo de criminales que sean borrados del consciente colectivo así como así y eso es algo que siempre han sabido las abuelas. Eso es algo que, seamos honestos, Doña Nuria utilizó con total alevosía y ventaja aquella noche que en le contó la historia completa a Eulalia, mientras la luz de la chimenea dibujaba lentamente, como con bisturí invisible, cada una de sus arrugas. Aquella vez, quizá aceptando que había llevado la cosa demasiado lejos (me imagino a Eulalia más pálida que la leche y acariciando su fleco indomable con miedo), Doña Nuria colocó una canica de vidrio azul sobre la cómoda de Eulalia y le dijo toma, ésta es por si viene El caçador. Así, cuando mire la esfera, pensará que a ti ya te vino a visitar alguna vez y se irá. A partir de entonces, me dijo sin ganas Eulalia, como queriendo dar por terminado su relato, cada vez que hay una tormenta eléctrica, de esas que te despiertan a media noche, o simplemente cuando al dormir me siento observada y tengo tanto terror que no puedo ni gritar, saco la esfera que me regaló mi abuela y la pongo en mi cómoda. A veces funciona y a veces no, pero por lo menos me siento más tranquila. No te culpo, le contesté con una sonrisa y luego le di un trago a su ginebra. Eulalia no sonrió.
2 Comments:
no espere encontrarme este sitio en mi vuelo blogero de duranyork a no se donde, sin embargo me atrapo. Saludos
CJotita, se me hace que varios años después resurgió la leyenda de los 3 borrachos de Plaza Real que no eran otros más que Feruces, Landa y el Ñoño haciendo de las suyas.
En México necesitamos un asesino serial para que después se haga la peli, protagonizada por Pedro Fernández o Jaime Camil, de preferencia.
Me rehuso a pensar que nuestro más célebre asesino serial de las últimas décadas pudiera ser el "Mataviejitas", chale, necesitamos algo más fancy...
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