El Enemigo
Estoy tan cansado que parece que no soy yo, que no son míos estos dedos blandos que apenas hace unos minutos dialogaban a tacto puro con la escoba. No me gustan las escobas, suelen ser tan… indiferentes, tan engreídas que poco, o más bien nada les importa su evidente falta de gracia. Es como si por el simple hecho de protagonizar la guerra contra el polvo les fuese suficiente para autonombrarse las generalas, ¡qué digo!, las dictadoras de los utensilios domésticos. Bueno fuera que en su enfermizo afán por la asepsia barriesen recuerdos, tristezas y distancias, y que entre sus dientes de junco o plástico no sólo quedaran atoradas las pelusas e incontables pelos de gato, sino también algunas de esas penas cristalinas y palabras inútiles que de cuando en cuando caen al suelo sin que uno se de cuenta. Pero no, nada que provenga de lo humano parece interesarles, prefieren permanecer allí, con la nariz siempre respingada y manteniendo una distancia invisible e inquebrantable, como si esperaran, absortas en el silencio, el regreso de los días de brujas y los malos augurios y las noches sin luna. Las compadezco, sí, pero no dudaría ni un segundo en eliminarlas a todas en una descomunal hoguera. Lo malo es que son demasiadas y se reproducen sin parar, como conejos, mentiras y tercemundistas, como pesadillas sucesivas de un ratón animado, como nauseas en el estómago de un loco.
1 Comments:
Me encantó este post. De verdad. Cuando vine a vivir a este piso, lo único que había era una escoba muy, pero muy vieja. De esas que eran de palma y está tan gastada que hasta hace gracia verla... ese día pensé, cuántas cosas habrá barrido. Esta escoba no es de nariz respingada... es más bien, tímida. De mirada baja.
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