La sabiduría de la lluvia
Hoy, por fin y después de mucho tiempo, cayó la primera lluvia digna de considerarse sobre Barcelona, anunciando el final de un verano que en realidad duró poco, hecho que seguro ha causado sonados lamentos entre las últimas hordas de guiris que aterrizaron como bomba H sobre Cataluña en busca de sol y cuyo codiciado TAN, para su desgracia, ya no pudo pasar del rojo encendido al miel con leche. A mí las mordidas de la tempestad me tomaron desprevenido, caminando como uno de estos peculiares turistas sobre Paseo de Gracia. Curiosamente, fue justo cuando busqué refugio en el esqueleto de un local cerrado, que recordé lo que me dijo alguna vez J. (a.k.a. como M.): “No lo olvides, en la lluvia nada es lo que parece”, y es que hace un par de años me contó que una noche, en una de sus tantas andanzas solitarias por San Cristóbal de las Casas, cuando todavía el pelo largo, las gafas redondas y la nariz desviada lo hacían un clon perfecto de Gedy Lee, encontró algo que en ese momento, a causa del aguacero y la oscuridad, definió como un pajarito herido sobre la acera. No sabe si fue por culpa del gran corazón que tiene, de los tequilas de más que llevaba encima o debido la combinación de ambas cosas, pero el caso es que se compadeció del pobre animal, lo alzó con cuidado y trató de brindarle un poco de calor. No pasó mucho tiempo para que el inesperado huésped se sintiera protegido y decidiera escalar al sitio que su instinto le dictó como el más adecuado: su hombro. Y fue así como J., orgulloso de su nueva mascota, decidió continuar su marcha por las mágicas calles del pueblo. La gente lo observaba, más que con simple curiosidad, con un asombro exagerado, como si estuviesen viendo al último sacerdote de la estirpe chamula o, más allá de eso, como si se encontraran frente a la muerte. Y eso sí, a nadie le gusta que la mismísima “pelona” ronde cerca, por lo que todos aquellos que se atravesaban por su camino preferían hacerse a un lado con muecas de espanto y los ojos brillosos y muy abiertos. Incluso alguno se habrá santiguado. J., ignorado en porqué de tanto alboroto, hizo caso omiso a esas miradas que empezaban a ser incómodas y optó por encaminarse directamente a su cuarto de hotel, sin siquiera pararse en un bar, como es su costumbre, a tomarse “la del estribo”. Llegando allí, tomó a su nuevo amigo con cuidado y lo puso sobre una de las dos camas que lo esperaban, sonriendo porque por lo menos había desquitado el precio de la habitación. Después de tapar cuidadosamente al animal, que no había emitido un solo sonido en toda la noche, apagó la luz y se dispuso a dormir. Apenas estaba amaneciendo cuando un ruido que me describió como “espantoso, tan fuerte como el silbato de un tren”, lo arrancó violentamente de sus sueños. Sin siquiera haber despertado del todo, lo primero que hizo fue pegar tres saltos hacia la puerta para correr las cortinas del cuarto. Si de algo sirvió el susto, fue para dar claridad a los acontecimientos del día anterior con la velocidad de la luz. “El pájaro”, pensó, “es el pájaro”, y después se asomó por debajo de la cama de donde provenía ese ruido infernal. Fue entonces cuando el calambre lumbar número uno, que tanto se parece a un hilo de hielo, bajó lentamente por su espalda, ya que para su gran sorpresa el “pajarito”, que ahora se encontraba seco, tenía por lo menos el doble de tamaño de la noche anterior, lo que lo convertía en un ave de considerable dimensión, mismo que descortésmente daba señas inequívocas de haber olvidado en unas pocas horas la ayuda antes brindada, pues aleteaba sin parar y daba agresivos saltos de un rincón a otro, poniéndose en guardia si a J. se le ocurría pisar cerca. Y fue entonces que el calambre lumbar número dos, similar a la tortícolis, lo atacó cuando la memoria infantil le permitió asociar aquellos sonidos tan desagradables con lo que realmente eran: graznidos, los graznidos de un cuervo. No pasaron ni dos segundos más para que J., todavía luchando por colocar los pantalones correctamente en su sitio, huyera de allí como alma que lleva el diablo. Me aseguró que después de lo sucedido sólo regresó a San Cristóbal una vez en varios meses: “Es que de repente cuando iba me sentía un poco extraño, sobre todo en tiempos de aguas, pues en San Cristóbal cuando comienza la lluvia nomás no para”, me confesó con cierta tristeza, “y eso siempre, por más que hacía el intento de evitarlo, me hacía sentir como si fuese el personaje de un cuento y lo que es peor, de un cuento de Quiroga..."
1 Comments:
Cria cuervos....
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