Thursday, May 11, 2006

Chernóbil

En la primera fotografía tres hombres, vestidos con telas doradas y brillantes y que parecían personajes de alguna película de extraterrestres protagonizada por “Santo, el Enmascarado de Plata”, se situaban frente a monitores repletos de botones fosforescentes, celdas de abejas mecánicas que no podrían tocarse sin un riguroso manual de instrucciones. Recuerdo que uno de ellos fumaba parado y arrojaba con cierta elegancia el humo hacia el techo del cuarto, quizá para amortiguar la pesadez de la rutina. La imagen fue tomada un par de días antes del desastre. Luego vendría la secuencia dedicada a “la ciudad vacía”. Allí, sobre el suelo y a montones, muñecas que seguramente ya gozaban de un nombre en cirílico continuaban esperando el retorno de sus amas. Las bancas de una escuela, rayadas en sus contornos no por la punta del compás de un niño con dotes artísticas u ociosas, sino por las ramas de un árbol que había crecido allí a raíz del rápido abandono, parecían los cadáveres fosilizados de una manada de focas en eterno cautiverio. Para la posteridad, habrán de quedar una rueda de la fortuna y una atracción de carritos chocones que nadie usará en el futuro, una feria de colores oxidados para la que ni siquiera los fantasmas comprarían boleto. Cómo describir el horror luego del horror, las páginas de un libro imposible que, mediante ilustraciones, describe la anatomía de la muerte. Para cuando llegué a la última foto, sin título, deseaba con ansias que alguien me explicara porqué Nadia, que es como bauticé a la niña rubia que me miraba desde la pared, tenía los ojos extremadamente separados el uno del otro, como los de un atún a punto de ser devorado por un tiburón, y también porqué tenía la cabeza tan pequeña y la mirada perdida y el alma marchita. La única respuesta me la dio el silencio de mi sombra, el mutis de mi propio reflejo rebotando en un cristal reluciente. Entonces supe que ni siquiera en cuestión de horas, sino apenas en unos minutos, me olvidaría del poblado de Pripyat y de la fisión y de los mSv. y del tsunami invisible que se devoró a miles de Nadias, Ivanes y Yuris hace veinte años. Cenaría algo de pasta, quizá acompañándola con una copa de vino, y me iría a dormir con la conciencia lavada y las manos juntas, meditando en lo insufriblemente tarde que oscurece en Berlín durante el verano.