Friday, July 28, 2006

Strike One

Antes, como en todo, está el principio: Gracias. A los que estuvieron físicamente conmigo (el espectro, por razones geográficas, se reduce básicamente a mi querida Nuca), a quienes me brindaron lo más noble de sus espíritus, tan necesarios para mí, a distancia; a los me llamaron, a los que me escribieron, a quienes se enteraron y, aunque no me llamaron ni me escribieron, pensaron en mí; a los que apenas ahora se enteran y no saben ni de qué demonios hablo... también gracias. Hace cinco minutos llegué al departamento que alquilo en la Hobrechtstraβe luego de permanecer por cinco noches y seis días en un hospital de Neuköln (sí, como la canción de Bowie incluida en el “Heroes”), mi barrio en Berlín. La razón clínica, de acuerdo a los apuntes de mi médico de cabecera, quien además de escribir como doctor lo hace en alemán (lo que hasta este momento me impide discernir si lo apuntado son letras o esquemas anatómicos) apunta a una miocarditis combinada con una pericarditis viral, ambos padecimientos anteriormente desconocidos del todo para el que ahora escribe – y por cierto, insisto, continúa agradeciendo sin parar-. Me cuesta trabajo pensar que casi justo a esta hora, pero del domingo pasado, revisaba mis e-mails todavía gozando la ronquera provocada por meterle al karaoke con enjundia la noche anterior, razón que se me hizo suficiente para explicar la –todavía- leve molestia que tenía en el pecho. Apenas un par de horas después, y a pesar de un par de Ibuprofenos y los mimos de la Nuca y las canciones de Micah P. Hinson que trataban de arrancarle aburrimiento al último día de la semana, el aprisionamiento en el pecho paulatinamente fue pasando de considerable a brutal, de llamativo a obsceno. Luego de desayunar la situación simplemente se hizo insoportable y así, en cuestión de minutos, un dolor real, directo, crudo, y que del pecho se pasó al hombro y brazo, rebasó todas y cada una de las manías e hipocondrías que puede poseer un escritor, periodista, músico, artista, perdedor, rejego, antihéroe y mentiroso compulsivo de treinta y dos años. VAMOS-AL-HOSPITAL, le alcancé a exclamar en perfecta hilera india a la Nuca antes de decidir que no diría nada más para ahorrar el poco oxígeno que por allí debía seguir escondido. No me equivocaba: A medio camino hacia el hospital no podía respirar ya a menos que tuviese los brazos totalmente extendidos hacia arriba (lo que son las cosas: justo en ese momento y pese a la agonía, pensaba que desde fuera debía parecer un mono de cuerda bailarín), y mientras esperábamos que milagrosamente pasara un taxi por allí, recuerdo que mentalmente tarareaba, más por distracción que por alimentar mi naturaleza-macabra-hasta-el-final, “It’s all Over” de The Broken Family Band, la canción que había quedado sonando en mi aparato de sonido justo cuando salimos. Luego de maldecir calladamente al taxista y a toda su descendencia por conducir a cinco kilómetros por hora, y también a la recepcionista que no se cansó de pedirnos datos estúpidos (¿Qué-no-ves-que-me-estoy-muriendo?), y también -¿por qué no?- a la primera enfermera que vi por abrirme paso a un mundo de incertidumbres, ya muy poca energía me quedó para cagarme sobre la familia del médico rubio de español atravesado y exagerada delicadeza que me recibió en la sala de urgencias. Uno, dos, tres y ya estaban haciéndome un electrocardiograma que reveló un posible infarto; un movimiento más y ya tenía un catéter jugando a las espaditas con mi arteria inguinal; otro y la cuestión había quedado clara: Nada de infartos. Se trataba del mal que antes mencioné, lo que fue equivalente a una noche en cuidados intensivos, igual a ¿recuerdas-que-se-te-venció-el-seguro-hace-una-semana?, igual al paciente más joven en toda la sección de cardiología, igual a compartir cinco días con un italiano octagenario que maldecía todo Dios entre ventosidades y eructos, un calvo de lentes que por mi madre que era idéntico a uno de los locos de One Flew Over the Cuckoo’s Nest, y un turco con sobrepeso al que me imagino que la dolencia en las coronarias le atacó mientras se comía su cuarto döner. Pese a las secuelas físicas que me ha dejado la experiencia, entre las que pueden contarse un vello púbico rasurado apenas a medias (de plano cortaré el césped por completo para contrarrestar la antiestética) y un muslo amoratado que sería cosa de todos los días para un torero o una sadomasoquista Domina, por no hablar de los cinco nuevos agujeros dispuestos en diversos puntos de mi geografía corporal, y por encima de los traumas psicológicos que, además de un considerable acercamiento a la muerte (un poco más, me dijo Herr Doctor, y caigo en paro cardiaco), me han traído consigo cinco días en un hospital teutón poblado de enfermeras-lolitas-darkies, doctores que apenas parecen haber rebasado la pubertad, y pacientes arrancados de un filme expresionista alemán, hay algo en mí, en lo más hondo, que agradece la experiencia sin saber aún porqué, como si supiese que el enigma de todo esto, como un paquete envuelto sobre las faldas de una anciana con reumas, se revelará paulatinamente, en gotas cristalinas que se desparramarán sobre el alma.
Strike One, Calavera, ya será para la otra.
Hoy celebro, hoy sonrío, hoy te llamo muerte puta y muerte amiga, hoy te hago señas con los dedos al tiempo que respetuosamente te rezo como a las más grande de las santas. Hasta luego, Puta Santa Muerte...
Hoy estoy vivo.

Saturday, July 15, 2006

Un cuadro

Tenía yo unos ocho años cuando a mi papá, quien desde siempre ha poseído la peculiaridad de dibujar con el alma situada entre el índice y pulgar, se le ocurrió hacer una caricatura que era tan graciosa como una varicela a los treinta. En ella, dos grupos de personas, ataviados cada uno con ropajes diferentes, se lamentan con los rostros desencajados y cubiertos a medias por manos en forma de concha, sugiriendo que, aun perteneciendo a etnias distintas, el terrible horror que contemplan es uno solo. Recuerdo que en algunos de ellos el rastro del pincel les había delineado los músculos de la quijada en forma prominente, a punto de reventar, mientras que en otros los ojos, obscenamente abiertos, amenazaban con salir de sus órbitas como si algo o alguien los estuviese asfixiando. Hasta hoy, ese dibujo de treinta por cincuenta centímetros había quedado guardado en mi memoria. Allí, en el mismo sitio en el que se esconden el olor de mi lonchera de Hulk, los simpáticos conjuntos de chaquetilla y pantalón acampanado que usaba Steve Austin, y el sabor artificial que destilaba el Quesito Mío y que, rebelándose a la desintegración, se quedaba prendido al paladar por horas. Pero hoy, quizá por esos reveses que se le ocurren a la puta de vida de cuando en cuando, lo recordé gracias a un inesperado flashback que me llegó mientras leía casualmente la noticia de un señor de raya de lado que tomó el zócalo, y entonces me puse a temblar de miedo y aquella frase de Yorke, "I won't let this happen to my children", empezó a proyectarse por mis bocinas cerebrales como un insostenible leif motiv sonoro. Y luego, presa de la desesperación, estuve a punto de descolgar la bocina y llamarle a papá y pedirle -más bien exigirle- que, después de aclararme en dónde fue a parar aquel terrorífico cuadro sobre palestinos e israelitas, me devolviera el mundo de antes, con todos sus Quesitos Míos, sus Steve Austins y sus loncheras deslavadas.

Pero sé que no puede.

Thursday, July 13, 2006

Tuve Un Sueño

Ayer tuve un sueño. Soñé que vivía en un país que tenía cierta forma humana y que tosía y tosía. Le pregunté entonces si estaba enfermo y me contestó que sí, que el deseo de poder de los hombres lo estaba matando. Fue precisamente cuando dijo esta última palabra, ma-tan-do, que caí en conciencia de que algo estaba mal, de que no podía estar hablando con ningún país y de que todo esto se parecía demasiado a un borrador de Saint-Exupéry. Para acabar pronto, me di cuenta de que estaba soñando, pero en vez de hacer esfuerzos por despertarme, o de cambiar de sueño como se pasa de un canal a otro, preferí continuar la conversación con aquella cosa amorfa y grande que se parecía a “La Mole” de Los Cuatro Fantásticos. ¿Cuántos días, o quizá horas de vida te quedan?, le cuestioné indiferente, a la ligera, con ironía, sabiendo que de cualquier manera aquella masa horrible y abultada se disolvería en el momento en que decidiera despertarme, sabiendo incluso que, si lo quería así, podía hacerla desaparecer para siempre. Todos y ninguno, me dijo entonces sonriendo, y luego cerró sus párpados de piedra. Su respuesta, tan absurda, tan ambigua, me hizo rabiar tanto como aquel día en que mi primo Antón me aseguró que Scarlett Johannson no era más que una gorda sin chiste, o como el café con azúcar, los textos sin comas y la cara del portero Barthez cubriendo por entero la pantalla de televisión. Lo odié tanto en ese momento que creo que ni parpadee con mis párpados de sueño cuando le repliqué con mis palabras de sueño que él no existía, que no era más que una bola de roca que, como todas las demás rocas que componen el mundo, nació para extinguirse, para morirse cuando el sol se seque y las aguas se marchiten y Dios se canse de su mala broma, y que yo no tenía otro país que mi familia, mis libros, mis discos y mi memoria, y que la única bandera que había conquistado mi cerebro, que se había impuesto sobre mi Reichstag, mi Casa Blanca, mis Pinos y mi Casa Rosada, era la del pesimismo absoluto. Y le dije también que era un pendejo, pero él, ella, o simplemente eso se limitó a sonreír con su sonrisa de sueño, al tiempo que decía una única palabra que se desvaneció en fade-out: Despierta.

Y desde entonces, tengo miedo de dormir.