Strike One
Antes, como en todo, está el principio: Gracias. A los que estuvieron físicamente conmigo (el espectro, por razones geográficas, se reduce básicamente a mi querida Nuca), a quienes me brindaron lo más noble de sus espíritus, tan necesarios para mí, a distancia; a los me llamaron, a los que me escribieron, a quienes se enteraron y, aunque no me llamaron ni me escribieron, pensaron en mí; a los que apenas ahora se enteran y no saben ni de qué demonios hablo... también gracias. Hace cinco minutos llegué al departamento que alquilo en la Hobrechtstraβe luego de permanecer por cinco noches y seis días en un hospital de Neuköln (sí, como la canción de Bowie incluida en el “Heroes”), mi barrio en Berlín. La razón clínica, de acuerdo a los apuntes de mi médico de cabecera, quien además de escribir como doctor lo hace en alemán (lo que hasta este momento me impide discernir si lo apuntado son letras o esquemas anatómicos) apunta a una miocarditis combinada con una pericarditis viral, ambos padecimientos anteriormente desconocidos del todo para el que ahora escribe – y por cierto, insisto, continúa agradeciendo sin parar-. Me cuesta trabajo pensar que casi justo a esta hora, pero del domingo pasado, revisaba mis e-mails todavía gozando la ronquera provocada por meterle al karaoke con enjundia la noche anterior, razón que se me hizo suficiente para explicar la –todavía- leve molestia que tenía en el pecho. Apenas un par de horas después, y a pesar de un par de Ibuprofenos y los mimos de la Nuca y las canciones de Micah P. Hinson que trataban de arrancarle aburrimiento al último día de la semana, el aprisionamiento en el pecho paulatinamente fue pasando de considerable a brutal, de llamativo a obsceno. Luego de desayunar la situación simplemente se hizo insoportable y así, en cuestión de minutos, un dolor real, directo, crudo, y que del pecho se pasó al hombro y brazo, rebasó todas y cada una de las manías e hipocondrías que puede poseer un escritor, periodista, músico, artista, perdedor, rejego, antihéroe y mentiroso compulsivo de treinta y dos años. VAMOS-AL-HOSPITAL, le alcancé a exclamar en perfecta hilera india a la Nuca antes de decidir que no diría nada más para ahorrar el poco oxígeno que por allí debía seguir escondido. No me equivocaba: A medio camino hacia el hospital no podía respirar ya a menos que tuviese los brazos totalmente extendidos hacia arriba (lo que son las cosas: justo en ese momento y pese a la agonía, pensaba que desde fuera debía parecer un mono de cuerda bailarín), y mientras esperábamos que milagrosamente pasara un taxi por allí, recuerdo que mentalmente tarareaba, más por distracción que por alimentar mi naturaleza-macabra-hasta-el-final, “It’s all Over” de The Broken Family Band, la canción que había quedado sonando en mi aparato de sonido justo cuando salimos. Luego de maldecir calladamente al taxista y a toda su descendencia por conducir a cinco kilómetros por hora, y también a la recepcionista que no se cansó de pedirnos datos estúpidos (¿Qué-no-ves-que-me-estoy-muriendo?), y también -¿por qué no?- a la primera enfermera que vi por abrirme paso a un mundo de incertidumbres, ya muy poca energía me quedó para cagarme sobre la familia del médico rubio de español atravesado y exagerada delicadeza que me recibió en la sala de urgencias. Uno, dos, tres y ya estaban haciéndome un electrocardiograma que reveló un posible infarto; un movimiento más y ya tenía un catéter jugando a las espaditas con mi arteria inguinal; otro y la cuestión había quedado clara: Nada de infartos. Se trataba del mal que antes mencioné, lo que fue equivalente a una noche en cuidados intensivos, igual a ¿recuerdas-que-se-te-venció-el-seguro-hace-una-semana?, igual al paciente más joven en toda la sección de cardiología, igual a compartir cinco días con un italiano octagenario que maldecía todo Dios entre ventosidades y eructos, un calvo de lentes que por mi madre que era idéntico a uno de los locos de One Flew Over the Cuckoo’s Nest, y un turco con sobrepeso al que me imagino que la dolencia en las coronarias le atacó mientras se comía su cuarto döner. Pese a las secuelas físicas que me ha dejado la experiencia, entre las que pueden contarse un vello púbico rasurado apenas a medias (de plano cortaré el césped por completo para contrarrestar la antiestética) y un muslo amoratado que sería cosa de todos los días para un torero o una sadomasoquista Domina, por no hablar de los cinco nuevos agujeros dispuestos en diversos puntos de mi geografía corporal, y por encima de los traumas psicológicos que, además de un considerable acercamiento a la muerte (un poco más, me dijo Herr Doctor, y caigo en paro cardiaco), me han traído consigo cinco días en un hospital teutón poblado de enfermeras-lolitas-darkies, doctores que apenas parecen haber rebasado la pubertad, y pacientes arrancados de un filme expresionista alemán, hay algo en mí, en lo más hondo, que agradece la experiencia sin saber aún porqué, como si supiese que el enigma de todo esto, como un paquete envuelto sobre las faldas de una anciana con reumas, se revelará paulatinamente, en gotas cristalinas que se desparramarán sobre el alma.
Strike One, Calavera, ya será para la otra.
Hoy celebro, hoy sonrío, hoy te llamo muerte puta y muerte amiga, hoy te hago señas con los dedos al tiempo que respetuosamente te rezo como a las más grande de las santas. Hasta luego, Puta Santa Muerte...
Hoy estoy vivo.
Strike One, Calavera, ya será para la otra.
Hoy celebro, hoy sonrío, hoy te llamo muerte puta y muerte amiga, hoy te hago señas con los dedos al tiempo que respetuosamente te rezo como a las más grande de las santas. Hasta luego, Puta Santa Muerte...
Hoy estoy vivo.