Regreso Olvidado
Ahora no hay quien lo recuerde, pero hacia la primavera de 1982, el monstruo de Frankenstein volvió de su largo exilio en el Polo Norte y, tras un largo viaje, se instaló en el barrio de Lambeth, en Londres, en un piso lleno de cucarachas y moho. Durante los primeros días su extravagante presencia pasó totalmente desapercibida por sus vecinos, pero una tarde, después de beberse cuatro Guinness de un hilo, su boca de dientes rotos, con más gruñidos que palabras, le reveló toda la verdad a un tabernero anciano, quien consideró que el atractivo relato le daría un adecuado empuje publicitario a su negocio. Tan solo un par de horas después, el bar ya estaba lleno de periodistas y fotógrafos. Es por ello que las primeras imágenes publicadas en The Sun en donde aparece Franky, que es como se hacía llamar en honor a su creador, lo muestran con los ojos desorbitados y rojos, como si fuese a vomitar o acabase de hacerlo. En un principio no hubo londinense que creyera su historia, sobre todo porque no guardaba ningún parecido con el de Boris Karloff o Peter Boyle. Al contrario, su diminuto cuerpo de ciruela rechoncha y su piel amarillenta y suave, contrastaban considerablemente con cualquier versión cinematográfica que se había hecho de su figura. No fue sino luego de mostrar las tremendas cicatrices que delineaban su columna vertebral y hasta que mordió un cable de alta tensión sin hacerse daño, que nadie tuvo dudas con respecto a su identidad. Con las primeras imágenes llegaron la fama y las libras, y al cabo de un tiempo Franky pudo instalarse en un gran apartamento a unos cuantos pasos de Picadilly Circus. Sin esperarlo, su regreso se convirtió en el principal tema de conversación entre los citadinos, y al cabo de unas semanas su presencia empezó a ser requerida por algunas de las personalidades británicas más reconocidas. Y así, mientras los cuerpos de jovencitos argentinos se convertían de nuevo en comida de tiburones y gaviotas, pero no debido a los conocidos procesos de saneamiento de la dictadura blanquiazul, sino por disputarse unas lejanas islas con los ingleses, Franky acudía a las partidas de polo con el príncipe Charles, y era común verlo almorzando con los actores Malcolm McDowell o Sir Laurence Olivier en algunas de las cafeterías de más prestigio que aún pueden hallarse en el distrito de Soho. Sin embargo, ni siquiera su manager, un listillo busca fortunas de nombre Robert Anderson, previó que el dinero, esa cosa tan preciada por los otros pero que Franky desconocía, acabaría por corromper su alma, si es que de verdad la tenía. La primera señal de lo que los estudiosos después definirían como “el síndrome del Polo Norte”, desde entonces aplicable para todos aquellos que no pueden superar los retos que representa la fama, vino en el famoso programa Top of the Pops, de la BBC, en donde un visiblemente borracho Franky, quien se encontraba allí como invitado personal de los new romantics de Duran Duran, corrió trastabillando al stage para arrancarle el micrófono a Simon Le Bon, a quien llamó “travestido asqueroso”, y luego empezó a despotricar contra la reina ante la desconcertada mirada del público, llamándola “urraca ladrona” y “cara de pony”. Su rompimiento con la corona y por ende, con Charles, sería el inicio del fin, pues se dice que fue el mismo heredero al trono quien se encargó de persuadir a los periodistas para manchar la imagen de Franky, quien “casualmente” empezó a aparecer cada tres días en las portadas de los tabloides de mayor circulación, ya fuese rodeado de prostitutas que apenas y llegaban a los dieciséis años, u orinando, totalmente ebrio, sobre los jardines de rosas que enmarcan al Palacio de Buckinham. Pero su peor error vendría hacia finales de 1982 cuando, con el pelo y las barbas increíblemente crecidas, se unió a los sindicatos de obreros mineros y empezó a acudir religiosamente a los mítines en donde se pugnaba por una huelga general. Allí, totalmente vestido de blanco y hablando fuerte y con la mejor dicción que podía, Franky instaba a la clase trabajadora, quien ya lo consideraba como uno de sus principales líderes, a pelear por sus derechos “en nombre de su amigo Jesucristo”. Eso fue ya demasiado para la poca paciencia de Margaret Thatcher quien, con plena conciencia de que podría convertirlo en un indeseable mártir si lo encarcelaba, y siguiendo los consejos de un reconocido grupo de psicoanalistas y psicólogos, lo amenazó con reabrir públicamente el caso de la extraña desaparición del Dr. Frankenstein, a quien Franky siempre amó como a un padre, así como el misterioso asesinato de su pequeña hija. Temeroso de someterse a un pasado enterrado en el fondo de su resucitado corazón, Franky aceptó la propuesta de la primer ministro de evitar un dolor que sabía insoportable, a cambio de volver al Polo Norte por supuestos motivos de salud. Iris U. Shandy, quien hasta ese entonces mantenía el récord de ser la mujer que en menos tiempo había ascendido de simple policía de tránsito a investigadora de la Scotland Yard, fue la encargada de escoltarlo hasta donde las tierras árticas empezaban a ser devoradas totalmente por el hielo. Lo único que el monstruo metió en su mochila de piel de foca, declararía posteriormente Shandy ante el News of the World, fue el disco Pet Sounds de los Beach Boys y un libro de poemas de Lord Byron.
Nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.
Nadie lo ha vuelto a ver desde entonces.