Thursday, April 28, 2005

Rolando Borges VI (final)

Rolando sacó entonces de su bolsillo un pedazo de franela café, aunque también pudo ser un jirón de ropa. “Por favor, no te asustes, que ya bastante asustado estoy yo”, le advirtió a M., quien no tenía ni idea de cuál era el sentimiento preciso que la invadía en ese momento, pero que era parecido, según me explicó, a la primera vez que vio a un hombre desnudo, para ser exactos a los once años, cuando entró a la alcoba de su primo Ernesto sin tocar la puerta y aquél volvía de ducharse. Rolando entonces desenvolvió aquello sin prisas, como si fuese a entregarle un dulce a manera de premio a algún niño que se terminó la sopa, y los cuatro ojos se detuvieron en algo que M. no logró distinguir en un principio y que apestaba con tal intensidad que la obligó a taparse las fosas nasales con el pulgar y el índice. “Es un dedo, un dedo bien muerto, y yo que pensé que eran solamente leyendas urbanas”, le dijo Rolando riéndose un poco y sin inmutarse por el terrible aroma que aquello despedía, como si ya estuviese familiarizado con él. “Y esto venía con él”, le dijo luego a M., acercándose a pocos centímetros de su boca, como si estuviese dispuesto a besarla. Ella, tal vez por el horror de lo presenciado o por mero instinto, trató de alejarlo un poco colocando la mano en su pecho. Rolando se hechó para atrás y sonrió de nuevo, esta vez enseñando todos los dientes, alistándose para una fotografía de graduación invisible, y sacó un anillo de la bolsa de la camisa. “Esto, M., aquí está mi salvación”, exclamó un poco para sí y sumamente conmovido. “La vida da muchas vueltas M., demasiadas. Y a veces, en uno de esos giros, la misma vida te arroja señales que debes estar listo para captar, para entender. Yo vine a Barcelona porque pensé que aquí, fuera de lo que más odio, por encima de esa raza mexicana que amo y desprecio tanto, encontraría respuestas, razones, mi redención. Y no la encontré ayer insultando a un pelón imbécil que ama a los Pumas ni mucho menos besando a una mujer que representa lo que más detesto. Y no, no te vayas por ahí, tampoco encontré mi salvación en la ira que descargué sobre un turista ladrón que bien puede ser también un asesino. No, M., la salvación, así de simple, una respuesta que suma varias más, está en este pedazo de oro”, le dijo mirando el anillo “como si se tratase del mismísimo Golum”, según recuerda M. Después la abrazó muy fuerte, como si le pagase de una vez todos los abrazos que le debía y también aquellos que quedarían pendientes para un futuro imposible y se soltó llorando como un niño, “por un tiempo que se me hizo eterno”, me confesó M. Entre sollozos, Rolando le dijo: “La cagué, ya se que la cagué M., la cagué durísimo contigo, con dejarte ir, siempre te he querido. Y también la he cagado con todo lo que hecho, con lo que he construido para mí, con despertar a mi sombra, sobre todo con despertar a mi pinche sombra, a esta puta violencia que traigo y que no conocía, con sacudir al mal, el mal está en mí… tal vez ya nunca seré el mismo”. M., de acuerdo a lo que me dijo, se sentía, además de invadida por un miedo que estaba a punto de salirse de su control, totalmente estúpida, desorientada, por lo que se limitaba a decirle “no pasa nada, no pasa nada”. Luego de que parecía que al fin se había quedado seco, “creo que incluso hasta se durmió unos minutos en mi hombro”, recuerda M., Rolando se incorporó lentamente y, como si fuese parte de una broma le dijo: “Estoy seguro de que no vendrá, pero si la policía aparece por aquí algún día, tú no me conoces”. M. simplemente asintió con la cabeza y le dedicó una torcedura de labios que pretendía ser sonrisa. “Adiós”, le dijo Rolando mirándola fijamente, sin parpadear, como si quisiera convencer, no a M., pero a algo que se escondía dentro de ella, de que se levantara y se fuera con él y luego alzó la palma abierta a media asta, justo al nivel de sus ojos, como si quisiera presumirle que aquella alhaja que le había mostrado unos segundos antes rodeaba ya su meñique derecho, probablemente el único dedo de un hombre de manos grandes en el que hubiese cabido un anillo de mujer. “Ya tendrás noticias mías, lo prometo”, le dijo de espaldas y ya sin voltear a verla ni esperar una respuesta (que por cierto, no hubo), y después cerró la puerta de un aventón. Cuando M. me contó toda esta pequeña historia sus ojos brillaban demasiado y se quedaban detenidos siempre en algún punto fijo. Eso me inquieta un poco. De hecho y para ser sinceros, me preocupa bastante, pues eso sólo lo hace cada vez que me habla de la dura niñez por la que pasó y que está como atorada en la garganta del tiempo o cuando me describe los atardeceres anaranjados de Andalucía. “Todavía no sé si creerle todo lo que me dijo. Esa mirada, la última, no era la del Rolando que yo conocía. Pero creo que no es eso lo que me molesta, sino el que me haya dejado una marca imborrable, de esas que le hacen a las vacas, aquí, en el alma”, me dijo al final de nuestro encuentro, luego de que no había más que decir y el vino y la noche se habían terminado. Bueno, la verdad es que sí había algo más todavía, pero para qué mencionarlo, no tiene caso. Ambos estamos al tanto de lo no dicho, de lo callado, de lo tejido en silencio: jamás volverá a ver ni a saber nada de ese tal Rolando Borges.

Rolando Borges (V)

“Era un guiri”, repitió Rolando quedito, como si estuviese confirmando cierta información secreta para sí mismo. M. optó por no contradecirlo y permaneció callada, tratando de no tomar en cuenta el par de lagrimones, porque fueron nada más dos, que se empezaron a deslizar suavemente por cada uno de los ojos de Rolando. “Era un guiri cualquiera, de veintitantos y borracho como una cuba”, dijo, sin hacer ningún ademán por limpiarse esas gotas que ya se atoraban en los bordes de su boca. “Seguramente iba con sus amigos, tan turistas y descerebrados como él, y se distrajeron y lo perdieron en algún bar de Rabal por descuido o porque querían jugarle alguna broma estúpida o porque ya los tenía hasta la madre. O quizá viajaba en pareja y su novia, después de gritarle ‘imbécil’ ciento diez veces por haber fijado la vista en el culo de alguna mulata o por coquetear con alguna barman catalana, lo abandonó a su suerte frente a una legión de chupitos para regresar a su albergue de tres estrellas y vengarse de aquel dejo de infidelidad deslizándose entre los brazos de algún backpacker italiano. Yo qué sé. Lo único que tengo en la cabeza y que no quiere salir es la imagen de sus cabellos rubios tiñéndose de algo oscuro que nunca supe si era lodo, mierda o sangre. Help me, please, help me, era lo único que le escuché decir, o más bien gritar, cuando pasé por aquel callejón de Rabal, uno de los más escondidos, y miré cómo dos paquis lo pateaban en el suelo. En un principio, sin meditarlo demasiado, me pasé de largo. Para qué me meto en pedos, pensé, pero ya sabes, a los mexicanos de vez en cuando nos entra el espíritu de Chucho el Roto o del Zorro o de Pepe El Toro o del puto Chapulín Colorado, y además andaba caliente por lo que había pasado en el Moog, de verdad furioso y con el diablo dentro, así que me regresé y me asomé apenas por la cornisa del muro que hacía esquina, te digo M., apenitas, para que no me vieran. Pese a que había muy poca luz, alcancé a ver que los paquis eran dos, ambos más bajitos que yo y lo pateaban no creas que riéndose o burlándose, sino muy serios, sin hablarse y apenas exhalando un poco de aire con cada puntapié, como si aquello fuese parte de un ritual extraño, y entonces, después de respirar hondo unas tres veces, lo único que se me ocurrió fue correr hacia ellos con lo más que me daban las piernas y gritando como un loco, como si tuviera mil simios en brama dentro. Sinceramente nunca pensé que ese acto circense surtiera efecto, pero lo cierto es que nomás me vieron y ambos paquis empezaron a correr como alma que lleva el diablo, sin observar si venía solo o no, si yo era un gigante, un enano o una monja. Thanks man, me dijo el guiri, al tiempo que le ofrecía la mano para que se incorporara, let me get you a drink… I still have the couple of beers that I stole from those brownies. Y fue allí M., justo cuando dijo brownies, despacito, deslizando cada letra por entre sus dientes blancos y sus labios lampiños, que sentí cómo un choque eléctrico, una mini nave perdida dentro de mi organismo, se deslizaba desde mi cóccix hasta la nuca, erizando todos y cada uno de mis cabellos. Brownies? You stole those beers?, le pregunté con paciencia, como si le estuviese tomando una declaración en la comisaría o como si fuese un psiquiatra interrogando al más tímido de sus clientes. Yes, me contestó sonriendo, exactly, from those mother fucker brownies, me repitió con una mueca estúpida pegada a la cara y todavía sin poderse levantar, pues yo también había dejado de ejercer fuerza en mi brazo. Come on, man, give me a hand, fue lo último que escuché. Quizá me dijo más cosas, tal vez algo como oh, don’t worry, it’s a joke, o incluso you saved my life, pero a mí solamente me retumbaba ese brownie en el cerebro, brincaba allí, con ganas, sí, me cae que la palabra parecía celebrar una fiesta o un convivio en mi materia gris. Y entonces cerré los ojos muy pero muy fuerte, solté su mano y golpee una vez con la pierna a todo lo que daba, y luego otra, y otra, no sé cuántas veces, creo que hasta que me cansé, hasta que me di cuenta que mis exhalaciones eran tan fuertes que podían escucharse a distancia. ¿Y sabes? Sabía lo que estaba haciendo, estaba borracho pero me encontraba totalmente consciente de mis actos, de que detrás de esta estúpida vida que tengo, más allá de mis discursos, de mi educación, de mi nacionalidad, de mis recuerdos y de mi supuesta bondad y proyección de tipo buena onda, hay alguien o algo malo, muy malo… Creo que si hubiese tenido más fuerza lo hubiese seguido pateando hasta matarlo, pero supongo que entre lo débil que me sentía y el hecho de que al final me entró un poco de cordura, preferí limitarme a gritarle pues toma tu pinche brownie, fascista de mierda, Schwarzenegger de tercera, guiri comemierda, aquí tienes tus colonias africanas, tu Irak y tus talibanes. Luego traté de tranquilizarme y fue ahí cuando me cercioré de que seguía respirando. Me habré quedado un minuto mirando a ese bulto que se movía tan poco, tan pausadamente que parecía haberse convertido en un tope vivo o en una banqueta orgánica dejada a media obra por albañiles científicos, y enseguida me agaché, tal vez por instinto, y recogí una mochila que estaba junto a él y en la que no había reparado anteriormente. Me la puse en la espalda y empecé a caminar a paso rápido. Y bueno, la cosa es que dos cuadras antes de llegar a tu casa, después de meditar por todo el camino en lo que había sucedido, luego de reírme varias veces como loco cada vez que pensaba que mi noche había sido tan extraña como esa película de Scorsese o como un cuento de José Agustín, sentí de repente el peso de la mochila, de la cual, la verdad, me había olvidado del todo, y la abrí. Y bueno, de entrada lo que te puedo decir es que no sé si le pertenece al guiri o a los paquis, ya que, como te digo, no la había visto sino hasta después de la madriza y además porque es una mochila común y corriente, de esas que cualquiera podría tener, pero el asunto no va por allí ni por el hecho de que adentro había un par de cervezas y media piedra de hachís, sino por esto…”.