A Pepe Einman lo conocí en un taller de literatura en Barcelona, hará un par de años. Lo primero que me llamó la atención fue su edad: llevaba a cuesta 24 abriles (aunque en realidad fueron diciembres, según supe después) pero, debido a una dramática calvicie prematura (me confesó que parecía bola 8 desde los 19), y a que posee tantos vellos en el cuerpo como el ya fallecido Copito de Nieve, a mi ojo de mal cubero le calculé por lo menos los 30 que yo ya venía rozando. Acto seguido, me sorprendió lo mucho que se parecía a Steven Spielberg, pero no al de ahora, sino aquel Spielberg de los setenta (pero sin pelo) que se ve en las fotos junto a ese escualo de plástico que protagonizó su Tiburón y que tantos insomnios me provocó en la niñez. ¿Qué hay güey?, fue lo primero que me dijo cuando se enteró que, al igual que él, también provenía de la cada vez menos resplandeciente Ciudad de los Palacios. En ese primer encuentro y ante el rostro de nuestro mentor, Alber Puig, quien se reía solamente de sus propios chistes, Einman leyó un bizarrísimo cuento que trataba sobre una especie de alienígenas (los Wirst) que llegaban a la Tierra, en específico a una Ciudad de México situada en un futuro próximo, y quienes luego de abducir a un par de vendedores de fayuca en Tepito, montaban una revolución social que finalmente era sangrientamente aplastada por Manuel López Obrador, ya investido como presidente y quien, gracias a la infiltración de un par de reporteros –que eran algo así como Dustin Hoffman y Robert Redford en Todos los Hombres del Presidente, pero en versión de René Cardona Jr.- era descubierto ante los medios, en horario estelar del canal de las estrellas, como un alienígena más (en esta ocasión de los Panktzi, especie humanoide que era enemiga a muerte de los Wirst), lo que causaba un cisma internacional que culminaba con la invasión de México por parte de los Estados Unidos. Aunque quizá un poco excesiva, la imaginación de Einman, quien leía su historia como si fuese un discurso, me pareció brutal, y no tuve empachos en confesárselo cuando nos bebíamos unas cervezas luego de salir del taller. En esa misma ocasión, Einman me puso al tanto de lo difícil que era ser un judío en México. Me gustan todas las mujeres menos las judías, o por lo menos las judías mexicanas, y todavía mucho menos si son ortodoxas, me decía lleno de coraje, como si estuviese frente a una de ellas, quizá su primer amor o la primera en romperle el corazón, que por lo general son la misma persona. Y me repitió por lo menos tres veces que ser judío en México era un estigma que a veces le pesaba demasiado cargar, una prisión sin puertas y de una pared insoportablemente lisa, y que no era justo que la gente en el país te juzgara como racista, millonario, arrogante y excluyente, simplemente por el hecho de ser judío. Como no sabía qué contestarle sin parecer poco objetivo -y además porque ni podía, ya que hablaba tan rápido como Susana Alexander luego de tres vodkas con red bull- yo nada más asentía con la cabeza y trataba de brincar lo menos posible cada vez que Einman golpeaba la mesa con la mano cerrada, lo que parecía causarle una gastritis aguda al camarero que nos atendía. Habló y habló y despotricó contra los suyos y sus costumbres como nunca lo había escuchado de un judío y luego, respirando hondo como si fuese a nadar los cien metros de sincronizado en una alberca, me dijo que nunca regresaría a México. Después de eso, salimos un par de ocasiones más pero nunca volvió a tocar el tema, ni siquiera en nuestro último encuentro, en el que Pepe por lo menos se tomó tres absynth al hilo y terminó declamando yo qué sé qué cosas en yiddish. Lo que tú haces también me gusta, gentil hombre, me dijo haciendo algo parecido a un puchero de niño pequeño y abrazándome con fuerza, a la vez que me susurraba al oído, como para que sólo yo lo oyera, pero eso no te quita lo pendejo, y luego los dos nos reímos mientras nos dábamos de manotazos y patadas leves. No supe de él durante mucho tiempo, hasta ayer, cuando me llegó un e-mail titulado Supermam, en el que Einman me cuenta que actualmente está en Tokio, enamorado de una japonesa que, aunque parece una mezcla de Lyn May con la Yoko Ono de los sesenta y le exige una actividad sexual casi inconcebible (en sus palabras, como de conejo ninja entrenado en el tantra), lo alimenta de pescado fugu todos los días y le aplaude cada uno de sus cuentos aunque no los entienda. Supongo o quiero suponer que es feliz.