Monday, February 21, 2005

Berlín II

No, querido César, Berlín no es solamente como una herida: Es como una suma, o más bien una multiplicación de heridas que se presumen unas a otras, como si se tratase de un concurso de heridas en donde la más larga o la más profunda será la ganadora, lo que provoca que vayan dibujándose con trazos firmes, fuertes, de esos que, por ejemplo, pueden apreciarse en un cuerpo lanzado desde un octavo piso tras una desvelada larga, no a causa del trabajo o la fiesta, sino una de esas desveladas cubiertas de nieve en las que los pensamientos rebotan en las paredes y vuelven dentro. Lo más curioso, es que las heridas de Berlín también se gozan, sobre todo cuando uno las halla en una nuca que se reconoce a miles de kilómetros de distancia. Allí, silenciosas, esas heridas abren universos insondables y repletos de otras heridas que se pegan al cuerpo como alas de ángel y que, por tanto, muestran pedazos de lo que pudiera ser el paraíso.
Por eso, aunque sigan hiriendo hasta quién sabe cuándo, Berlín y esa nuca imposible, como los últimos pensamientos de un suicida desvelado, continuarán quedándose dentro, muy dentro...
P.D. En breves: Rolando Borges III. Promesa.

Thursday, February 10, 2005

Rolando Borges (II)

A M. lo primero que se le ocurrió para espantar el miedo fue encender un cigarro, de esos Ducados cuyo tabaco negro se queda adherido en la garganta como cucharada de cajeta amarga, y se lo pasó al tiempo que prendía otro para ella. “A ver, tranquilo, ¿qué ha pasado tío?”, le preguntó a Rolando, quien estaba despeinado y con los ojos desorbitados: “Te juro que olía de manera muy extraña. En un principio pensé que lo que flotaba en el aire era una mezcla de semen y alcohol, pues recuerdo que el aroma ácido que respiré era parecido al del líquido con que limpian las piscinas. Ahora estoy segura que era algo peor: era el olor del miedo”, me dijo M. encendiendo otro Ducado que pensé que le ayudaría a recrear aquel momento, y luego continuó con el relato. Según recuerda, Rolando entonces le dio un par de caladas fuertes a su pitillo sin poder ocultar un severo temblor en las manos que a ella, ridículamente, le recordó un baile que ejecutaba con sus amigas en la adolescencia, y luego se sentó al borde de su cama. “Soy un idiota, soy un idiota”, le decía Rolando sin mirarla a los ojos y más bien viendo a la nada, y ya sin levantar la voz, la cual de repente se empezó a quebrar hasta perderse en murmullos, “necesito que me ayudes”, dijo después, ahora sí clavando sus ojos en los de ella. M. me contó que en ese momento entró a su pecho o se despertó, porque los sentimientos no se pierden, sólo se echan a dormir, una sensación de ternura casi insoportable que la movió a abrazarlo. “Todo estará bien”, le repetía una y otra vez, a la par que Rolando sollozaba como un niño, o peor, como un niño que ve sangre saliéndole de una herida por primera vez, o mucho peor, como un niño al que sus padres castigan encerrándolo en un clóset. “Cuéntamelo todo”, le pidió al cabo de unos minutos, cuando vio que el rostro de Rolando al fin había recuperado un poco de color y sus lágrimas habían empezado a secarse. “Está bien, tal vez sea lo mejor”, dijo él, “tal vez”…

Tuesday, February 01, 2005

Rolando Borges (I)

Yo no conocí a Rolando Borges. M., mi amiga andaluza, sí que lo hizo y por su mirada, o por esas palabras que no se dicen pero que cuelgan del aire, concluí que fueron amantes por un tiempo o que por lo menos se acostaron un par de veces, más por vencer el aburrimiento o proporcionarse calor en aras de contrarrestar el inclemente frío barcelonés de invierno, que por verdadero deseo. El amor ni lo menciono pues M. me dejó muy en claro, por la manera en que saltaban sus ojos a cada rato que decía “Rolando”, que lo que sentía por él apenas podía considerarse estima, como la que se guarda por los amigos de los que uno, al cabo de los años, apenas y recuerda sus nombres. Pues bien, el tal Rolando Borges era mexicano aunque le gustaba decir que era de El Salvador o de Guatemala cuando se cruzaba con otros mexicanos, sobre todo si eran turistas o estudiantes, pues renegaba de esas hordas de “chiles bípedos y patéticos fresas y pinches moterreyenos ojetes y chilangos de mierda y jalisquillos mamones de cagada”, que según M., era la manera en la que el tal Rolando clasificaba a la media del mexicano que suele venir a Barcelona, y a la que también señalaba como perteneciente “a la clase a la que algún imbécil alguna vez se le ocurrió adjetivar como ‘pudiente’, que no es otra cosa que nenes de papi que arriban a Barcelona a contaminar con sus cerebros de cacahuate las Ramblas, las discotecas y los postgrados”. Curiosa y paradójicamente, M. me aseguró que Rolando era millonario o algo parecido pues, según ella, su cartera siempre se encontraba saturada de pesetas y euros justo en el año en el que empezó a introducirse el cambio monetario en España y además, durante los cuatro meses en que vivieron en el mismo piso, no sólo nunca trabajó, sino que se sumergió con ganas en la vida nocturna catalana, en la cual se puede prescindir de cualquier cosa menos de una considerable cantidad de pasta, de varo, de lana, de guita, de plata. Al parecer, Rolando gustaba de ir sin compañía alguna a los bares y discotecas más costosos de la ciudad, y cuando se aburría o cerraban los locales hacia altas horas de la madrugada, se marchaba con algún tipo que estuviese tan briago como él a algún putero del Raval o a bares de poquísima monta que, me aseguró M., Rolando decía que le recordaban a las pulquerías que frecuentaba con su amigo de toda la vida, un tal Walter, y que se localizaban en aquellos pueblos perdidos de México que, como surgidos de un sueño lisérgico o una mala broma, en ocasiones pueden hallarse en medio de los fraccionamientos más ostentosos y caros, como si estos últimos fuesen una mancha voraz o una tintorera feroz que se agotó justo antes de dar la dentellada fatal. La cosa es que, sin querer abundar demasiado en detalles, me aclaró M., un día Rolando regresó como a las siete de la mañana o quizá un poco antes y la despertó, o más bien, la sacudió como si quisiera librarla de un ataque de tos o como si quisiera invitarla a bailar y ella estuviese demasiado borracha o distraída. M. me dijo que en un principio se molestó muchísimo, pues justo había pasado una pésima noche en la que una serie de pesadillas, una tras otra, como si se tratase de un jodido concurso, me juró, no la habían dejado conciliar el sueño sino hasta muy tarde. Lo cierto es que toda esa furia contenida producto del desvelo se evaporó como agua a fuego alto justo a la tercera sacudida, cuando se talló uno de los ojos y vio el rostro palidísimo de Rolando, quien no dejaba de repetir: “Ayúdame M., la cagué, la cagué, la cagué”.
Continuará...