Thursday, May 26, 2005

Turandot

Dicen… me contaron de un niño que, como tantos de su edad, odiaba los domingos. Un sentir tan habitual no sólo se debía al hecho de que siempre dejaba las tareas para el último minuto, obligándolo a contar las horas faltantes para el lunes escolar como un condenado a muerte cuenta sus últimos suspiros, o porque ese día, por lógica, es el receptor natural de todas las nostalgias de la semana. Más bien los odiaba porque nació para odiarlos, aunque mucho tuvo que ver también el que fuese en un séptimo día cuando, por primera vez y sin querer, leyó en un periódico, específicamente en El Excélsior, el caso de un rapto de menores, lo que le obligó a darse cuenta no solamente de que el mundo no era de chocolate, sino que nunca lo había sido. El dolor provocado por dicho despertar, pese a que fue muchísimo más difícil de superar que las incontables veces en que la bola de helado se estampó lentamente contra el suelo o una ignominiosa derrota en un desafío de “tapados”, fue “acolchonado”, mitigado por dos señores: Uno se llamaba Puccini y nunca lo conoció en persona. El otro era su padre y, no obstante que su nombre jamás aparecería en ninguno de los programas de Bellas Artes, cantaba el Nessun Dorma con los ojos cerrados y el pecho vibrando sin parar, de arriba hacia abajo y de un lado a otro, como si fuese un hijo de italianos que sólo sabe hacer pan y cantar o como si cada nota hubiese sido compuesta en exclusiva para él. Gracias a esas sesiones sonoras que se convirtieron en rutina, y gracias a esa última frase que salía corriendo por la garganta de su papá hasta romperse en el aire y que está dotada de tal heroicidad que provocaría que un sanguinario huno se achicopalara, el niño cambió un poco su percepción con respecto a esos domingos que, aunque sigue odiando, a veces los echa de menos en las tardes tristes... o al alba, cuando no sabe cómo vencer lo vencido.

Friday, May 13, 2005

No lo dije yo pero hoy es mío

All'alba vincero, vincero, vincero...

Wednesday, May 11, 2005

Una tarde con Jerry Pop

Estaba un día tocando Jerry Pop en metro Fontana cuando...

JP- Today is gonna be the day...

Señora obesa agradecida y parada a unos cuantos metros- ¡Uy, qué bonito!

JP- (...)

El público -es decir, solamente ella- no da señales de quererse marchar. Pasa un minuto, dos, tal vez tres.

JP- (...)

Ella se acerca. Pesan sobre ella unos sesenta años y un permanente indestructible. Tiene pinta de que a sus nietos los obliga a comer hasta la última rebanada de pà amb tomàquet. Jerry Pop le inspira ternura, o quizá hay algo en su mirada que le recuerda los ojos de Pep o Sergi o Enric, sus queridos y posibles ex amores. Quizá por eso y porque los recuerdos no tienen precio, deja diez céntimos de euro en el estuche de lengua roja y peluda.

Señora obesa agradecida- ¿De dónde eres?

JP- Mexicano señora.

SGA- ¡Uy, qué bonito! Yo sé cantar algunas de Jorge Negrete, ¿te sabes alguna?

JP- Uy señora, la verdad no, pero si quiere inténtelo.

SGA- ¿De verdad?

La señora gorda agradecida toma la guitarra, la prueba -¡uy, qué bonito! Ésta sí está afinada, no como la mía- Luego se sienta en el banco desechable que apenas soporta los 58 kilos de Jerry Pop. Él cierra los ojos, espera lo peor -o lo mejor- El objeto hace caras pero resiste, aguanta como los grandes.

SGA- Si te la sabes, canta conmigo tío...

JP- Mmjjjj...

SGA- Allá en el rancho grande...

Tuesday, May 10, 2005

Conexiones

Alguien, un amigo, me había hablado del divertido suceso en algún viaje que hice a México, riéndose y todavía con algunos tradicionales y aromáticos esquites flotando en su boca. Y lo recuerdo bien porque no siempre pasa que uno de esos granos cocidos, de acuerdo a mi experiencia, el más amarillo y grande, salga disparado de entre dientes ajenos como bala de cañón de barco pirata de Sir Francis Drake hasta alojarse en el antebrazo de uno. En esa ocasión, cómo decirlo, no pelé a mi interlocutor, no le di bola, vaya, ni lo escuchaba por más que sus carcajadas parecían quererlo abarcar todo, puesto que mis ojos, mi mente, en sí, todo mi yo obsesivo, solamente pensaba en la mejor maniobra para desplazar al indeseable polizón de mi extremidad desnuda. Sin embargo, estoy seguro de que algo de lo que me contó se instaló en mi inconsciente como otro esquite invisible lanzado al vuelo, y propició que tuviese lugar uno de esos extraños manejos que hace la mente y que suelen ser como zancadillas, no de las que se intercambian con garbo apurado los futbolistas profesionales, sino de las de que aparecen en las cáscaras y futboles llaneros en tardes ociosas, de las que dejan heridas a medias y sucias y un manojo de sonrisas empolvadas. Como sea hoy, luego de leer la peculiar nota de un tal Julio Alejandro Quijano que anexaré a continuación, el relato de mi amigo, quien me había hablado de lo mismo, junto con los esquites y sus caprichosos lances, y también con un poco de esas canchas de tierra en los que varios balones se perdieron para siempre, se me estamparon de frente con saña… no puedo evitarlo, a veces odio este universo tan lleno de conexiones:

En vivo debió ser más dramático. Por televisión sólo se vio al público en las tribunas del estadio Relvart maldiciendo el día en que había nacido Luis Ramírez, cantante puertorriqueño a quien le encargaron interpretar el Himno antes del partido de futbol América contra Everton en Houston, Texas.
Su osadía lo llevó a aceptar el reto aunque evidentemente le faltaban dos cosas: aprenderse la letra y la música. El texto autentificado por los tres poderes de la Unión y depositado en el Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional de Historia, dice en su primera estrofa: "Ciña ¡Oh Patria! tus sienes de oliva". Pero al escuchar los acordes, el cantante nomás miró al cielo y tarareó: " Se ciña Patria, para ti tus aceites de oliva, Prometeo en las estrellas".

Friday, May 06, 2005

Brozza

No somos una sociedad secreta, pese a que la constitución que plasmamos en un cuaderno Scribe hace más de quince años y que tenía una portada en la que una pareja de rubios se juraban amor eterno, parecía un dictado de niños jugando a ser masones. Aunque si de verdad a algo nos podríamos asemejar, es al exclusivo club de Búfalos Mojados en donde Pablo Mármol y Pedro Picapiedra celebran ruidosamente su amistad y su velada misoginia. Ha pasado tanto tiempo, que ya no recuerdo con exactitud cuántos hemos sido a lo largo de nuestra vida como semi-logia. Alguna vez hubo un tal C.R., singular personaje al que apodamos “El Real” por su ilustre apellido: “Reyes Castillo”, y cuyo hermano contaba con la peculiaridad de llamarse al igual que él pero con ambos nombres invertidos: R.C. Fue una lástima echarlo por ser tan traidor como Judas o Paul McCartney, la verdad me caía muy bien por haber compartido conmigo el primer viaje que hice solo, específicamente a un Acapulco-Caleta en el que nuestra peor travesura consistió en comprar un Playboy y una cajetilla de Marlboro blancos, pero hay ciertas cosas que la adolescencia, más bien, que la amistad adolescente, definitivamente no perdona. Aparte del de apelativos pomposos, desfilaron un Mario, quien siempre podrá contarles a sus hijos que su primera borrachera fue con cerveza y sesenta pesos de los de antes, y también un Paco que contaba con más pecas que ganas de brindarle la solemnidad requerida (y, léase bien, exigida) a nuestra hermandad. Hubo también un Luis Gabriel, a quien despedimos por razones musicales y probablemente se me escapa algún otro por ahí. No importa. El hecho es que ahora somos diez y que nos juntamos, como aquel día en que plasmamos nuestras firmas en el Scribe cursi, en el primer fin de semana de cada mayo. La locación suele ser el rancho de los González, terreno vecino a las lejanas tierras de Chiluca, y el menú es preparado minuciosamente días antes del evento. A él acuden personas de Veracruz, de Querétaro, de Chiapas y, en su momento, hasta el loco Flores King hacía lo imposible por deslizarse desde las olas que peinaban su Ensenada hasta aquel sitio en el que, desde el primer día, decidimos que todo se puede decir y llorar y reír, dando la impresión de que ese sábado de cada primavera el tiempo está destinado a detenerse, como si por allí silbara algún dios y solo nosotros lo pudiésemos escuchar. Me duele saber que mañana no podré acudir, con lo que no solamente perderé el haber sido, hasta ahora, el único invicto en asistencia, sino también un manojo de conversaciones irrepetibles y valiosas que, hacia la tarde posterior a la celebración, luego de que cada uno de los nuestros se llevase todo envuelto en silencios, de seguro habrían convergido en un único punto que se pierde sin perderse en el aire y que nos conmina a volver: Saber que hemos dejado de ser los mismos para, simplemente, seguir siéndolo… pero para el aire las distancias no existen.