Wednesday, July 27, 2005

Madruguete

Hoy lo primero que hice al despertarme, hace unos minutos, fue ponerme sobre la báscula: Peso menos. Me miro al espejo y las ojeras no mienten, ni tampoco el pelo sin brillo, las uñas deslavadas y la piel seca. Me parezco a Dirk Digler (Boogie Nights) luego de meterse treinta y pico rayas de coca, o a un Syd Barrett trasnochado, pero no el de ayer, bueno fuera, sino al de ahora. El que, más que vivir, sobrevive como vegetal y contando las horas y las moscas que pasan zumbando a sus espaldas y las flechas que lanzan los indios en un lugar donde, en la realidad y por lo regular, no existen indios. Además, me encuentro más pálido que Jack White a medio invierno y mi voz es como la de Germán Robles luego de rodar tres días seguidos El Vampiro y aguantar el trote a base de whiskis con hielo.
Ya sé lo primero que me dirán todos, desde el primero hasta el último con quien me queje. Que soy un dramero de lo peor, que soy más esquizofrénico que un mariachi suicida, que a todos se nos juntan las cosas del trabajo de cuando en cuando (incluso con exámenes en lenguas extranjeras).
Me da igual. A mí esta sensación de que mi alma salió anoche de mi cuerpo sin mi permiso, y que todavía no vuelve, no me la quita nadie... dije nadie, no nada, que para este tipo de situaciones es que luego existen las canciones... y a eso, precisamente, luego de poner un puntito final a este espejo roto, es a lo que voy.
A cantar, pues.

Deutsch

Mañana es mi examen de alemán y tengo la cabeza revuelta. Pero todo, de alguna forma, da la impresión de encontrarse revuelto desde que volví de Francia, así que es mejor no desesperarse. Si bien, por lo menos he contado con los suficientes minutos para llegar a un par de conclusiones, luego de una semana especialmente agitada: a) No soy escritor, Yo escribo y b) ante ello lo único que sé es que bien o mal (de manera dedicada y cuidando o no las formalidades, o siguiendo un desmadroso dictado mental que a la larga parece más bien un albur enfundado en pantalones apretados- como los de Tony Manero-, o entregándome un día sí y otro también a la pereza) tal ejercicio me hace sentirme vivo, y eso sí, cuando me entrego a cada una de estas arañas ridículas, a cada una de estas cosas raras que se pintan sobre pequeños muros blancos, que algunos llaman palabras, un pedazo de mis intestinos se pierde en la nada (o en el todo, si es que me inclino por el optimismo budista). Quiero suponer que eso es lo que importa, porque las pretensiones, desde hace mucho tiempo y junto con mi súper punk, los top-sailers y el disco de Greatest Hits de Bryan Adams, quedaron tras la puerta de un armario viejo. Por lo pronto y ante un manojo de pendientes, no me queda mas que volver al ojo de mi huracán, a ese Emily personal que parece haber pasado por mi habitación y que ahora se incrusta en mi cabeza. Ich bin Carlos Jesús und komme aus Mexiko… Tchüss

p.d. Y sí, la culpa de todo la tiene Benedetti, quien a la larga, no nos engañemos, se ha salvado más que ninguno.

Saturday, July 16, 2005

Acerca de salvarse

Así, nada más de entrada, es cursi. Se ha transcrito mil veces y se ha declamado otras cinco mil. Los jóvenes novios de toda Latinoamérica se la dedican en hojas apuradas y amarillas a sus noviecitas que continúan vírgenes o que han perdido la inocencia con sus primos o con los amigos de sus primos en tardes calurosas. Su presencia suele ser inevitable en aquellas veladas insufribles y que no extraño nada de nada, en donde se piensa que Joaquín Sabina es dios, Fernando Delgadillo el hijo y Ricardo Arjona el espíritu santo. Se la he escuchado –nunca completa, sino en pedazos, como jirones de pantalón deslavado- a personas que me desagradan y a aquellas que más he querido en la vida y, como colofón, viste una de las películas que primero amé, luego odié, y ahora me hacen quedarme con cara hámster que pasa por mala digestión cuando me piden que opine sobre ella. La escribió un poeta uruguayo de quien me abstendré, quizá solamente porque me da la gana –o porque ya todos sabrán su nombre- de citar en estas páginas negras. A veces me ha servido de escape y continúo pensando que algo así únicamente podría salir del corazón de un robot trasnochado y, si pudiera parecerse a algo, sería como la semilla de un durazno animal, dotado de venas y arterias. Creo que, al final de todo, eso es lo que me queda y lo que hoy, justo en el día más caliente que he pasado en Barcelona en estos dos años, me orilla a decir no solamente que me gusta, sino que me es inútil tratar de explicar con palabras lo que significa para mí. En fin, es momento de compartirla. Total, no es la primera ni la última vez que se hará, y tampoco su aparición aquí disminuirá su lógico desgaste, ni mucho menos pretende poner en juicio su discutible genialidad.
Así, nada más de salida, me sigue sacudiendo las tripas.

NO TE SALVES

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas

entonces
no te quedes conmigo.

Saturday, July 09, 2005

Dos Fábulas (y una respuesta)

La primera está al alcance de cualquiera que, arrullado por las faldas de un domingo insípido, se decida por alquilar The Crying Game. En esa película, Jody, interpretado por el incomparable Forest Whitaker, actor que me cae tremendamente bien no solamente por el brutal registro que posee, tan grande como su tamaño, sino también porque, al igual que Thom Yorke, tiene un ojo gacho e indeciso, lo que le da un aire situado entre la ternura y lo siniestro. La cosa es que en cierta secuencia del filme, Jody, amarrado y con una capucha tapándole el rostro, le pide a Fergus (Stephen Rea), miembro del E.R.I que acaba de secuestrarlo y que es más bien un personaje gris, casi cobarde, que le levante un poco la capucha para respirar. Fergus, luego de bailar un waltz con la indecisión, finalmente cede y entonces Jody, entre exhalaciones e inhalaciones agitadas le avienta al otro rostro, al descubierto, un pequeño relato que yo y mi deficiente memoria trataremos de no desmerecer: “Había una vez un sapo que estaba en la orilla de un estanque. De repente, se acerca a él un alacrán y le dice: ‘Amigo sapo. Tengo que cruzar al otro lado del estanque pero la verdad es que no sé nadar, así que te pido que por favor me cargues hasta allá. Sabré agradecértelo’. El sapo, naturalmente desconfiado, le replica: ‘Con gusto lo haría, amigo alacrán, pero tengo miedo de que me piques’. El escorpión, con la indignación embarrada a manera de barniz por sobre sus múltiples ojos, todos diminutos, le contesta: ‘¿Acaso estás loco? De ninguna forma haría algo así, ya te dije que no sé nadar’. Así pues, el sapo, luego de pensárselo un par de segundos, acepta con desgana el encargo. El alacrán se monta entonces en su lomo mientras que el sapo se sumerge a medias en el agua helada y estira pacientemente sus ancas. ‘Qué bueno es esto de hacer un favor’ habrá pensado el sapo con cada brazada, o tal vez no meditaba en nada más que en sus movimientos, lo cierto es que justo a medio trayecto siente algo en su barriga. Es una punzada, un dolor como el de la cabeza de un alfiler que se transforma en miles más, en mínimos toques eléctricos que comienzan a adormecer sus prominentes cachetes, su lengua larga y rasposa, su abultado cuerpo. ‘Pero amigo alacrán, ¿Qué demonios has hecho? Ahora moriremos los dos. Nos arrastrará la corriente y nuestros cadáveres serán devorados por las aves y los peces, o se estrellarán contra las rocas, desapareceremos. ¿Por qué demonios no cumpliste con tu palabra?, exclama el sapo con total desesperación. Pero parece que el escorpión no lo ha escuchado. No responde, no abre sus horribles mandíbulas. El cuerpo grande se hunde por completo, lentamente, lo más probable es que sus inexistentes oídos no hayan escuchado una frase, una solicitada respuesta que el cuerpo pequeño parece haber guardado nada más para sí mismo: ‘Lo siento. Es mi naturaleza.’
Bastantes años antes de que The Crying Game escandalizara a tantos presentando un peculiar falo en las pantallas, un adolescente ingenuo pierde el tiempo, o más bien lo entierra en uno de los rincones del patio de su casa de un piso. Es probable que todos sus esfuerzos estén destinados a elucubrar qué será de su vida dentro de diez o quince años. Su padre lo llama a lo lejos, desde un cuarto del hogar en donde solamente habitan pinceles y lienzos. Hablan. Filosofan. El padre, rascándose la barba larga con el dorso de la mano, como los gatos, recuerda algo. Un historia. Un relato. Sabe que es el momento de contárselo al niño, al adolescente que elucubra sin parar en fabulaciones carecentes de sentido, quizá: “Había una vez un sapo que estaba a la orilla de un estanque. De repente, se acerca a él una luciérnaga y le dice: ‘Amigo sapo. He volado incansablemente y estoy sumamente agotada, y la verdad es que tengo que llegar a mi nido que está del otro lado del estanque, pues mi familia me espera. ¿Me podrías llevar hasta allá? La vida te lo recompensará’. El sapo, sin pensárselo demasiado, acepta hacerle el favor a la luciérnaga. Durante el trayecto, ambos hablan como si fuesen amigos de mucho tiempo, se relatan anécdotas y hablan de esos peligros del bosque a los que ambos temen: la noche, las serpientes, los incendios, los escorpiones... Luego de algunos minutos que para los animales pequeños son como horas o días o años, llegan sanos y salvos a la orilla. La luciérnaga entonces, baja del lomo del sapo y le da algo parecido a un abrazo. El sapo le devuelve la muestra de cariño con una sonrisa y gira su cuerpo para disponerse a regresar a su lugar de siempre, pero algo atrapa su atención y lo obliga a voltear completamente la cabeza. Abre la boca y sale la lengua. La acción es rápida y certera. Letal. Desde su estómago, que es sucio y oscuro y pegajoso, y justo antes de que los jugos gástricos ejerzan su función, la luciérnaga, presa de la desesperación y sin entender nada, alcanza todavía a preguntar: ‘Amigo sapo. ¿Pero qué pasa? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué me comes y destruyes, por qué me aniquilas? ¿Por qué?’ Pero parece que el sapo no ha escuchado o por lo menos no responde al instante. Da la impresión de que quiere esperar a que los ácidos del estómago empiecen a cubrir a su presa, hasta que, luego de un rato, finalmente exclama algo que parece haber guardado para sí mismo: ‘Porque brillas’.
¿Qué somos? ¿Qué eres? ¿Qué soy? ¿Luciérnagas, sapos o alacranes? ¿Ninguno de los tres? ¿Las tres cosas? Mi Yo optimista e infantil me dice que en ambas fábulas se trata del mismo sapo. De uno que al final recibió su justo merecido. En cambio, mi otro Yo, ese que luego y de cuando en cuando tiene el impulso de danzar con la oscuridad, siente que cada vez que recuerda estas fábulas se hunde entre naturalezas, brillos y estanques que ofrecen un reflejo de la nada, del sin-sentido, de la desesperanza: ¿Y qué pasará cuando todas las luciérnagas sean devoradas y en el mundo solamente habiten sapos y alacranes?
Ricardo, alias “El Manchas”, uno de los chilangos más peculiares que he conocido en mi vida y sin duda el de mente más dispersa de toda la Ciudad Condal, tiene una respuesta que prefiero por ahora y que me brindó con voz queda, como no queriendo, luego de contarle las fábulas y mientras se prendía su tercer porrito: “No te agobies, es muy simple: Patas Verdes siempre será el único sapo cool”.
Tiene razón.